martes, 12 de febrero de 2008

Una tarde

La tarde se enreda con los rayos del sol y yo con mi memoria. Cuanto más te recuerdo, más me siento en deuda con la alegría. El café me devuelve las ganas de fumar, su sabor me trae el tuyo. Dejarme llevar es como encontrarme en una esquina con tu vida. Todo me lleva a ti. Todo te evoca: un niño que juega, una madre que riñe, una tarde que entre colores cárdenos me aleja un poco más de ti. Soñarte es lo único que me queda. No hay nada más amargo que tu sonrisa perdida, ni nada más dulce que haber sido su destinatario. Soñarte, recorrer tus labios con los besos que no te di, se vuelve deseo entre los míos. ¿Dónde encontraré el fuego que te llevaste?, ¿dónde calentaré mis manos después de acariciar el frío de mi soledad? Ahora planeo vender la esperanza que tuve. Es tarde. ¿Quien va a querer un cadáver…? Ya no llueven besos, caen ascuas como puños; brasas que me queman los ojos, como la luz de esta nueva noche eterna. Nunca pensé que la gloria de amarte y el pecado del desamor me trajeran el infierno. Así, penando la condena de no tenerte, aprendo a malvivir, entre una rutina donde no te echo de menos y una soledad que me echa las manos al corazón, y no para acariciarme precisamente. De igual manera mueren mis ilusiones: asesinadas por la inercia de seguir, ahogadas por mi propia voluntad: A qué vivir más, si respirar solo me llena de dolor. Dolor desayuno, ausencias almuerzo, y dolores y ausencias ceno. Entre horas pena y pesar. ¡Menudo menú!, ni extraído de una carta como ésta sería tan apetitoso para un estómago tan desesperado. Y todo por no cumplir tus expectativas. Nadie te prometió ningún principado, nadie se comprometió más que a quererte. Pero tú no firmabas el mismo contrato que yo, tú firmabas el tuyo, aquel en que te reconocías princesa de lo que te trajera esa firma. Lo entendí cuando renunciaste, con todo el derecho de tu naturaleza, a herederos que pudieran reclamar coronas y euros. Serte fiel me fue fácil. No por mi virtud, sino por las tuyas; por lo que de ti tomaba y por lo que tú me ofrecías. Pero tus plazos y ciertas virtudes te vencieron, nos vencieron.

Es la última carta que te escribo. La echaré donde las otras, en el olvido, porque ahora soy yo el que ha firmado su particular contrato sin que coincida con los términos de ninguna parte. La soledad me asusta más que a ti el fracaso

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