Suena el portero automático.
—Un paquete para Mendugo.
Risitas.
—Sí, es aquí.
Y antes de colgar el telefonillo oigo el portazo (la puerta del portal tiene el muelle roto, como yo).
Abro la puerta de la escalera. El ascensor se queja por tener que subir.
Me sueltan una pregunta como un insulto envuelto en sarcasmo infantil.
—¿Mendugo?
Miento groseramente.
—No soy yo, pero da unas hostias que ni te cuento.
El del paquete y la gorra deshace la sonrisa y se despide de la propina. Yo aprovecho y hago un chiste que quiere ser pulla.
—¿Seuro que es para Mendrugo?
El graciosillo no contesta. Sólo exige.
—Me firma. DNI también.
Antes de hacerlo, mi sangre catalana se asegura.
—¿Hay que pagar algo?
—No, caballero —ahora el tono es demasiado correcto.
Anoto un DNI de un tío de Burgos («¡Anda y que te jodan!») y le devuelvo el boli y la tablilla. El voluminoso paquete sigue donde quedó al ser sacado del ascensor.
—Ha firmado con una cruz… —me interpela el gandunfas serio.
—No sé escribir letras, ¿pasa algo? Si quieres te pongo la huella en la cara.
—No, no hace falta, con el DNI del papel me vale. Ahí se lo dejo. Salgo al descansillo, le doy un pequeño empujón al repartidor, me hago con el gran paquete («¡Joder, como pesa!») y le arrastro hasta el recibidor. La alfombrilla se alía con el gilipollas de turno, que ni se mueve. Al final gana mi hostilidad y mi mala leche. Cierro la puerta y la gilipollez se aleja de mi casa.
—Mendugo, Mendugo ¿Vive aquí Mendugo? —dije falseando la voz—. Esto es cosa de Erre C.A., seguro. Mira que le dije…
Allí se queda la gran caja de cartón.
Desde luego el paquete es como para no abrirlo en toda la vida. Y más si hubiera acertado a ver el ojo que se asomaba por uno de sus agujeros. Más que un regalo parece un síntoma de otro llamado Diógenes.
—En fin, habrá que abrirlo. Voy a por un cúter.
Dentro de la caja aparece otra.
—Erre C.A. jugando a las matruskas rusas o como se llamen. Mira que le gusta jugar…
Pero no, solo una caja contenía otra. La segunda, al abrirla, me ofreció una cesta de mimbre preciosa, con tapa y todo.
—Mira tú qué detalle.
Esa fue la parte buena. La mala, su contenido.
Y no por las serpientes, sino por el paisano que las sujetaba y que lucía un pin de Erre C.A. en el pecho, y un gesto en la boca, que, de no ser por el susto, yo hubiera interpretado de obsceno. Claro, que un viaje desde la India, cohabitando en una cesta con dos serpientes, da para enviciarse.—Un paquete para Mendugo.
Risitas.
—Sí, es aquí.
Y antes de colgar el telefonillo oigo el portazo (la puerta del portal tiene el muelle roto, como yo).
Abro la puerta de la escalera. El ascensor se queja por tener que subir.
Me sueltan una pregunta como un insulto envuelto en sarcasmo infantil.
—¿Mendugo?
Miento groseramente.
—No soy yo, pero da unas hostias que ni te cuento.
El del paquete y la gorra deshace la sonrisa y se despide de la propina. Yo aprovecho y hago un chiste que quiere ser pulla.
—¿Seuro que es para Mendrugo?
El graciosillo no contesta. Sólo exige.
—Me firma. DNI también.
Antes de hacerlo, mi sangre catalana se asegura.
—¿Hay que pagar algo?
—No, caballero —ahora el tono es demasiado correcto.
Anoto un DNI de un tío de Burgos («¡Anda y que te jodan!») y le devuelvo el boli y la tablilla. El voluminoso paquete sigue donde quedó al ser sacado del ascensor.
—Ha firmado con una cruz… —me interpela el gandunfas serio.
—No sé escribir letras, ¿pasa algo? Si quieres te pongo la huella en la cara.
—No, no hace falta, con el DNI del papel me vale. Ahí se lo dejo. Salgo al descansillo, le doy un pequeño empujón al repartidor, me hago con el gran paquete («¡Joder, como pesa!») y le arrastro hasta el recibidor. La alfombrilla se alía con el gilipollas de turno, que ni se mueve. Al final gana mi hostilidad y mi mala leche. Cierro la puerta y la gilipollez se aleja de mi casa.
—Mendugo, Mendugo ¿Vive aquí Mendugo? —dije falseando la voz—. Esto es cosa de Erre C.A., seguro. Mira que le dije…
Allí se queda la gran caja de cartón.
Desde luego el paquete es como para no abrirlo en toda la vida. Y más si hubiera acertado a ver el ojo que se asomaba por uno de sus agujeros. Más que un regalo parece un síntoma de otro llamado Diógenes.
—En fin, habrá que abrirlo. Voy a por un cúter.
Dentro de la caja aparece otra.
—Erre C.A. jugando a las matruskas rusas o como se llamen. Mira que le gusta jugar…
Pero no, solo una caja contenía otra. La segunda, al abrirla, me ofreció una cesta de mimbre preciosa, con tapa y todo.
—Mira tú qué detalle.
Esa fue la parte buena. La mala, su contenido.
—¡Será hijo puta el rano! Otra que me ha liado.
Pero, de verdad, de verdad, lo que me preocupó fue la nota.
El pavo viciosillo se puede ver en:
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