viernes, 1 de febrero de 2008

De tonto a kiwi

Presumir que un libro te va a gustar recién comenzada la aventura es una gozada, libera endorfinas y encefalinas. Bueno, no a todo el mundo, pero a mí sí. Es más, el simple hecho de recibir un libro es suficiente para sentirme feliz durante, al menos, unos momentos (gracias, dcc). Mi hijo opina que estoy obsesionado con las palabras, con el lenguaje; yo me defiendo cambiando el verbo que él utiliza por otro: me tiene ocupado. Lo que realmente le molesta es que mi gusto se haya especializado, creo yo. Y tiene razón. Y cuanto más lo pienso más razón le otorgo. Yo, que precisamente odio lo que conlleva la especialización, me he especializado. Y ello quiere decir que he dejado de lado otros temas tan, o más interesantes, que el propio lenguaje. Pero (siempre hay un pero), no puedo remediarlo. Y como además soy libre de usarlo como me viene en gana, pues eso, que lo uso, que lo ensalzo y que lo idolatro. Conocimientos me faltan, pero ganas me sobran. Quizá esté definiendo un arquetipo de persona que no agrada, pero siento el lenguaje tan mío como lo podía sentir Cervantes, qué coño. Puedo retorcerlo y que no me entiendan, puedo ajustarme a un sí o a un no, puedo invertir el orden de las palabras, pasar una frase a forma subjuntiva, puedo cometer faltas de ortografía, puedo inventarme palabras. En definitiva, puede hacer con él lo que me venga en gana. Y, además, los otros pueden hacer lo mismo. Será una falacia, pero me siento partícipe del lenguaje, protagonista, usuario, nunca dueño y siempre propietario. Descubierto que el lenguaje no se generó para decir la verdad, sino para compartir el pensamiento, el campo de actuación se abre como un infinito uno. Cada generación concibe y quiere distinguirse con un lenguaje propio, y lo que realmente hace es enriquecerlo. Sus modos, sus giros, los nuevos significados que otorgan a las viejas palabras resultarán tan válidas o caducas como los predecesores. Pero ahí están. Otros vendrán y actuarán de igual modo. El lenguaje está vivo.

Ser un kiwi, no es ser una fruta, es ser tonto, según mi hija. Y qué más da ser kiwi que tonto. Lo común es que a mí me parece una gilipollez llamar a alguien kiwi, y a ella adjetivar de tonto al que cree que es un kiwi. El lenguaje no cambia, lo que cambia es el código. Una cosa tengo clara, si mi hija quisiera que su abuelo se sintiera insultado, jamás le llamaría kiwi, sino tonto. (¿Pensarían los maoríes que su palabra llegaría tan lejos? Pues a eso me refiero).

El tonto: http://www.kaosenlared.net/img2/2006a/29833_Bush008Osama.jpg El kiwi: http://www.polyvore.com/cgi/thing?id=19477

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