Como no tengo noticias de nuestro codesponsal en India, hoy os voy a contar una anécdota que ocurrió no hace mucho, y que describe someramente la forma de concebir la vida y las preocupaciones de Erre C.A. Yo sin comerlo ni beberlo, al estar en contacto con él, recapacito sobre sus actos y, en ocasiones, descubro que no estoy tan loco como pienso. Eso sí, siempre que se considere normal (palabra que no me gusta) la actitud del rano.
"Yo cocino en casa. Corrijo, hago la comida y la cena. Generalmente uso sal gorda para los guisos. No uso demasiada, pero gasto. Pero llegó un momento en el que cada vez que iba a la alacena, donde guardo las reservas, siempre encontraba el paquete de sal gorda casi vacío, o no le encontraba. Apuntaba su falta y cuando hacía la compra, pues otra cosa más para la cesta. Claro, llegó un momento que me preocupé. O alguien se estaba comiendo la sal, o yo había perdido la medida y el conocimiento. Como lo primero involucraba al resto de personas que consumen lo que guiso, les pregunté. Ninguno había notado exceso de sal en las comidas. Y ninguno se había vuelto clorurosódicodependiente. Les creí, era mi obligación y lo lógico. A Erre C.A. no le tuve en cuenta porque llevaba poco tiempo con nosotros y no era capaz de asociar el consumo de sal a un batracio. Él, por su parte, había contestado que las comidas estaban en su puntito y que las ranas odian el agua salada, huyen de ella, y que otros son los que necesitan sal. Yo no sé mucho de ranas, pero también me lo creí, por los mismo motivos que había creído a mi familia. “Entonces estoy gilipollas” dije, porque me gasto más en sal que Estados Unidos en bombas. Cuando compré el siguiente paquete de sal, monté un dispositivo de seguridad. Lo abrí, volqué la sal en un recipiente de cristal, lo tapé y lo sellé con cinta adhesiva. «Será que se evapora», pensé, «como la estabilidad económica». Dos días más tarde, no había señales del tarro. Y justo, el mismo tiempo más un minuto, fue lo que tardó un vecino en subir a casa y amenazarme con una denuncia si no dejaba de tirar cosas por el tendedero. “Mal está recibir casi a diario una lluvia de sal, pero que me tire usted el salero, eso ya no lo voy a aguantar”. El tal vecino, es un sosaina del que todos huimos, pero eso no da derecho a nadie a maltratarle. Bajé con él y me mostró en qué punto del jardín recibía la lluvia salada. El césped había dejado de crecer y el poco que quedaba aparecía mustio. Miré hacia arriba y comprobé que el punto estaba en la vertical de mi tendedero. “Pero hay dos pisos por debajo del mío”, alegué. “Pero en ninguno vive una rana verde, ¿no?, que sonríe cada vez que vuelca una bolsa de sal cuando paso”. Le pedí disculpas y le dije que no volvería a pasar. Entre avergonzado y enfadado subí a casa. No había entrado y ya estaba llamando a Erre C.A. La contestación me dejó de piedra: “Mendugo, tú ziempe haz disido que eda un tío mu zozo. Lo del tado ez que ze ma ezcudido, ha zido sin quedé”.
Intentar hacer el bien debe medirse. Aceptar a la gente como es debe ser una consecuencia del respeto que sentimos por nosotros mismos. Y pensé en todos aquellos que se erigen en salvadores de la patria, por ejemplo, los que sin que nadie se lo pida, intentan, o consiguen imponer sus ideas a los demás por la fuerza. Y así se lo expliqué a Erre C.A. que se pilló un mosqueo de no te menees porque “tú me eztáz compadando con Fanco o Tejedo… Tú no me quiedes…”, y se echó a llorar. La diferencia entre estos personajes y el mío, no es otra que la inocencia.
"Yo cocino en casa. Corrijo, hago la comida y la cena. Generalmente uso sal gorda para los guisos. No uso demasiada, pero gasto. Pero llegó un momento en el que cada vez que iba a la alacena, donde guardo las reservas, siempre encontraba el paquete de sal gorda casi vacío, o no le encontraba. Apuntaba su falta y cuando hacía la compra, pues otra cosa más para la cesta. Claro, llegó un momento que me preocupé. O alguien se estaba comiendo la sal, o yo había perdido la medida y el conocimiento. Como lo primero involucraba al resto de personas que consumen lo que guiso, les pregunté. Ninguno había notado exceso de sal en las comidas. Y ninguno se había vuelto clorurosódicodependiente. Les creí, era mi obligación y lo lógico. A Erre C.A. no le tuve en cuenta porque llevaba poco tiempo con nosotros y no era capaz de asociar el consumo de sal a un batracio. Él, por su parte, había contestado que las comidas estaban en su puntito y que las ranas odian el agua salada, huyen de ella, y que otros son los que necesitan sal. Yo no sé mucho de ranas, pero también me lo creí, por los mismo motivos que había creído a mi familia. “Entonces estoy gilipollas” dije, porque me gasto más en sal que Estados Unidos en bombas. Cuando compré el siguiente paquete de sal, monté un dispositivo de seguridad. Lo abrí, volqué la sal en un recipiente de cristal, lo tapé y lo sellé con cinta adhesiva. «Será que se evapora», pensé, «como la estabilidad económica». Dos días más tarde, no había señales del tarro. Y justo, el mismo tiempo más un minuto, fue lo que tardó un vecino en subir a casa y amenazarme con una denuncia si no dejaba de tirar cosas por el tendedero. “Mal está recibir casi a diario una lluvia de sal, pero que me tire usted el salero, eso ya no lo voy a aguantar”. El tal vecino, es un sosaina del que todos huimos, pero eso no da derecho a nadie a maltratarle. Bajé con él y me mostró en qué punto del jardín recibía la lluvia salada. El césped había dejado de crecer y el poco que quedaba aparecía mustio. Miré hacia arriba y comprobé que el punto estaba en la vertical de mi tendedero. “Pero hay dos pisos por debajo del mío”, alegué. “Pero en ninguno vive una rana verde, ¿no?, que sonríe cada vez que vuelca una bolsa de sal cuando paso”. Le pedí disculpas y le dije que no volvería a pasar. Entre avergonzado y enfadado subí a casa. No había entrado y ya estaba llamando a Erre C.A. La contestación me dejó de piedra: “Mendugo, tú ziempe haz disido que eda un tío mu zozo. Lo del tado ez que ze ma ezcudido, ha zido sin quedé”.
Intentar hacer el bien debe medirse. Aceptar a la gente como es debe ser una consecuencia del respeto que sentimos por nosotros mismos. Y pensé en todos aquellos que se erigen en salvadores de la patria, por ejemplo, los que sin que nadie se lo pida, intentan, o consiguen imponer sus ideas a los demás por la fuerza. Y así se lo expliqué a Erre C.A. que se pilló un mosqueo de no te menees porque “tú me eztáz compadando con Fanco o Tejedo… Tú no me quiedes…”, y se echó a llorar. La diferencia entre estos personajes y el mío, no es otra que la inocencia.
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