—Sabía yo —grité al teléfono que acababa de colgar—. Sabía yo —susurré a continuación—. ¿Y cómo te niegas? ¡Ala, cógete el coche y para el aeropuerto!
A mí, que me saquen de casa con un imprevisto me sienta muy mal, pero que me saquen por un despiste, me jode todavía más.
—Ze m’ha orvidao er pazapodte, m’ha orvidao er pazapodte. ¿Y para qué coño quiere un muñeco un pazapodte? —seguí haciéndole burla—. Eztá en la haula de la Medche… Se puede ser más…
Atravesar Madrid y no perderme en el aeropuerto era impensable. Así que ocurrió. Después de dos horas de proferir protestas e insultos, y de veinte minutos preguntando, aparecí donde Erre C.A. debía esperarme. Allí no había rana que llevarse a los ojos. Dudé: «¿Me habré equivocado?»
—No —me dije—. Terminal cuatro, mostrador de Frog Airlines…
Me acerqué hasta la señorita vestida de verde y con ojos saltones que atendía el mostrador.
—Perdone, ya sé que no es muy cabal lo que voy a preguntarle, pero, ¿ha visto una rana macho con collar, así, bajita, cabezona y que habla un pésimo español?
—Ah, se refiere a Erre C.A., supongo.
Me sorprendí, pero gratamente.
—Sí, sí. He quedado aquí con él porque se le ha…
—No.
—¿No, qué?
—Que el que se ha quedado con usted ha sido él.
—De eso nada, señorita. No llevaba pasaporte, luego no ha podido embarcar.
—¿Habla usted del mismo Erre C.A. que yo, caballero?
—No creo que haya dos, señorita.
—¿Y usted cree que para ese muñeco es un impedimento no tener papeles para volar? Por no tener, no tenía ni reserva, ni billete, ni nada. Y si no, lea la notita que le ha dejado. Porque supongo que es usted el tal Mendugo.
Me azoré un poco.
—Sí…, sí. Hay quien me llama así.
—Tiene algo que lo acredite.
—No, si no tiene usted acceso a Internet desde ese terminal.
—Pues va a ser que no, si no, no estaría tan aburrida. Pero, después de hablar con usted unos segundos, y recordando la descripción que Erre C.A. me ha hecho hace un rato, seguro que el destinatario de esto es usted. Tome, ande, tome —dijo la azafata entregándome un sobre—. Y no se mosquee porque conozca su contenido. Debemos tener la máxima precaución con todo lo que nos dejan extraños. Debemos abrirlo por seguridad.
—Ya… —a punto estuve de preguntarle por mi descripción, pero me abstuve y terminé por darle las gracias.
—Servidora de usted, señor Mendugo —me despidió con exagerada cortesía quien mantenía una sonrisa irónica en los labios.
Me aparté del mostrador, retiré la solapa del sobre y me expliqué todas y cada una de las palabras de la azafata.
Nada más ver la cabeza del muñegote, mi cabreo alcanzó cotas insospechadas, pero al leer la palabra escrita en el trozo de periódico, alcanzó un récord difícil de batir.
—¡Será hijo puta!
A mí, que me saquen de casa con un imprevisto me sienta muy mal, pero que me saquen por un despiste, me jode todavía más.
—Ze m’ha orvidao er pazapodte, m’ha orvidao er pazapodte. ¿Y para qué coño quiere un muñeco un pazapodte? —seguí haciéndole burla—. Eztá en la haula de la Medche… Se puede ser más…
Atravesar Madrid y no perderme en el aeropuerto era impensable. Así que ocurrió. Después de dos horas de proferir protestas e insultos, y de veinte minutos preguntando, aparecí donde Erre C.A. debía esperarme. Allí no había rana que llevarse a los ojos. Dudé: «¿Me habré equivocado?»
—No —me dije—. Terminal cuatro, mostrador de Frog Airlines…
Me acerqué hasta la señorita vestida de verde y con ojos saltones que atendía el mostrador.
—Perdone, ya sé que no es muy cabal lo que voy a preguntarle, pero, ¿ha visto una rana macho con collar, así, bajita, cabezona y que habla un pésimo español?
—Ah, se refiere a Erre C.A., supongo.
Me sorprendí, pero gratamente.
—Sí, sí. He quedado aquí con él porque se le ha…
—No.
—¿No, qué?
—Que el que se ha quedado con usted ha sido él.
—De eso nada, señorita. No llevaba pasaporte, luego no ha podido embarcar.
—¿Habla usted del mismo Erre C.A. que yo, caballero?
—No creo que haya dos, señorita.
—¿Y usted cree que para ese muñeco es un impedimento no tener papeles para volar? Por no tener, no tenía ni reserva, ni billete, ni nada. Y si no, lea la notita que le ha dejado. Porque supongo que es usted el tal Mendugo.
Me azoré un poco.
—Sí…, sí. Hay quien me llama así.
—Tiene algo que lo acredite.
—No, si no tiene usted acceso a Internet desde ese terminal.
—Pues va a ser que no, si no, no estaría tan aburrida. Pero, después de hablar con usted unos segundos, y recordando la descripción que Erre C.A. me ha hecho hace un rato, seguro que el destinatario de esto es usted. Tome, ande, tome —dijo la azafata entregándome un sobre—. Y no se mosquee porque conozca su contenido. Debemos tener la máxima precaución con todo lo que nos dejan extraños. Debemos abrirlo por seguridad.
—Ya… —a punto estuve de preguntarle por mi descripción, pero me abstuve y terminé por darle las gracias.
—Servidora de usted, señor Mendugo —me despidió con exagerada cortesía quien mantenía una sonrisa irónica en los labios.
Me aparté del mostrador, retiré la solapa del sobre y me expliqué todas y cada una de las palabras de la azafata.
Nada más ver la cabeza del muñegote, mi cabreo alcanzó cotas insospechadas, pero al leer la palabra escrita en el trozo de periódico, alcanzó un récord difícil de batir.
—¡Será hijo puta!
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