Mi padre trabajó en una de las primeras cadenas de supermercados que se instalaron en Madrid. En particular, en uno que estaba en el Puente de Vallecas. Llegó a ser el responsable de aquella sucursal. Y siempre tuvo dos problemas. Las inundaciones y los hurtos. El primero venía del exterior. El almacén, bajo la superficie, era vecino de una estación de Metro. Cuando llovía, ya sabes, a achicar. El otro, le entraba antes de que el comercio abriera y también después. Las cámaras eran muy caras, y haciendo números, a los responsables de la cadena les salía más a cuenta aplicar un porcentaje por pérdidas involuntarias, que montar un sofisticado y caro sistema de seguridad o disuasión. Aun así, a él le hacían responsable siempre después del recuento, técnicamente inventario mensual. Vivió todas la experiencias que se pueden vivir en el arte ajeno del disimulo y la sustracción. Todas se las contaba en casa a mi madre, y yo, como no era sordo, las oía. Luego, en la adolescencia, las apliqué. Pocos bolis o pilas compré yo en esa época. Lo único que no he podido poner en práctica fue lo que con más regularidad hacían las empleadas de aquella desaparecida marca de comercios: El aumento de pecho instantáneo. Esta técnica consistía en ganar peso y volumen en los probadores y en la zona pectoral. Mi padre se preguntaba cómo en aquella época franquista, las cajeras jovencitas, y las no tan jovencitas, se presentaban a trabajar sin sujetador. Terminó por contestarse a esa pregunta tras ser presionado, y tras plantearle sus jefes la preocupante y creciente merma en los productos de lencería femenina. Las trabajadoras entraban en su turno, libres de presión mamaria y delgaditas; y acababan la jornada, algo más que apretadas, abrigadas y con el busto exuberante. En las caderas nunca se fijó, acaso porque a mi padre le gustaba más la pechuga que el contramuslo. Desde luego, la empresa no quebró por aquello, pero a razón de cuatro sujetadores y cinco bragas por día y trabajadora, el agujero fue notorio.
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