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Algo
ha cambiado en los ruidos, o algo he cambiado yo. Acaso las dos cosas.
Ese
sonido sordo que traía el azote de las esteras y alfombras te entraba por un
oído y te salía por el otro. Y como se hacía al aire libre, los ácaros no se instalaban en tus fosas nasales para luego dar la lata un poco más dentro de ti.
Hoy,
ya lejos de un gran burgo, el ruido de las taladradoras y compresores, aspiradoras incluidas, sustituye
los trinos de los pájaros, acaso les tapen.
Y sí, te entran por un oído, pero
ahí se quedan, chocan contra las paredes de tu cráneo y seducen hartazgos
peores de los que cargaban con las esteras.
El
que más y el que menos ha planeado envenenar un par de veces al perro del
vecino, el del chalé, que acude como gallo a su cita diaria; éste con el
amanecer, aquél al comienzo de una siesta que el calor y la abundancia dictan
más en verano.
Hemos
reinventado el desasosiego.
No
solo hemos contaminado el medio rural, sino las ciudades enteras; sean pequeñas
o grandes. Las ciudades dormitorio ya no pueden fungir de tal. No hay quien
duerma, pero sí acudir a las fiestas patronales que, si distraen a unos, a
otros machacan con lo del negro, las chochonas o el canto de un loco.
Entre
todos hemos conseguido que los pájaros muden de costumbres y no de plumas; que
el conforme se haya transformado en confirming
y que valga lo mismo confirmar que aceptar.
Y
es curioso oír cómo se callan las campanas de las iglesias a partir de las diez
de la noche. Acuerdos eclesiásticos con las corporaciones locales: “Si quieren
que las cigüeñas aniden, me pagan el arreglo del campanario, que cualquier día
se nos viene abajo. Y claro, empezar a reconocer ante los tiernos catecúmenos
que la cigüeña es una metáfora no está al alcance del reconocimiento
parroquial.
¿No
les molestará a las cigüeñas el golpeo del badajo contra el metal? ¿Acaso son
sordas como los políticos?
Eso
sí, el dinero se ha retirado de los mercados de abastos porque en los financieros
se acumula para especular con la prima del vecino europeo. Y lo ha hecho sin
ruido, producto de esa especulación sorda, en el sentido de insensible a las súplicas o al dolor ajeno, no de mal oyente.
El
ruido me desgasta el ánimo, me embadurna los sentidos con la crema de la
crispación. Por eso escucho el silencio; y cuando lo oigo es como cuando se
calma el dolor.
Desde
luego parece un asunto trivial, pero es cuestión de salud. Y, a ciertas edades,
este tema es como el sexo a otras.
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