martes, 22 de enero de 2008

Merche y Erre C.A.

Apañado el rano, que al final tenía razón con el planchado, dejé de atender a mi visita. Y lo hice, porque con el roce y la costumbre, las buenas se relajan. Erre C.A. ya no era una visita, no, se había convertido en un huésped, ¡qué cojones! Y los huéspedes obligan, pero menos que las visitas. Y, además, todos necesitamos que corra el aire entre nosotros y nuestro espacio. Le enseñé la estantería donde conservo los libros infantiles y juveniles, le hablé de la nevera y del cajón de las galletas y me puse a lo mío: escribir. Un silencio añorado se instauró en mi casa. «¡Por fin!», pensé.
Pero la tranquilidad duró poco. El sonido que comenzó como un murmullo, terminó entrando en mi despachito como el propio Erre C.A. había hecho; y eso que fui cerrando, sucesivamente, la puerta del salón, donde él estaba viendo la tele, la del pasillo y la de mi habitación de trabajo. Tuve que salir de mi mundo.
—¿Te parece que el volumen es adecuado, colega? —le pregunté.
—Zí —me contestó—. Zi no, no se oye ben. Tu tele tene más años tú.
—Mi tele tiene la edad que le da la gana. Igual que yo, ¿vale? Y aunque en esta casa no está prohibido nada, todos sabemos que no debemos molestar a los demás.
—Yo no te molestado. Según tú, ez la tele. Degáñala a ella, no te fatidia.
—Esto es el colmo.
—No, Suecia eztá mu lejote.
—Qué graciosillo, el batracio. Mira, no quiero enfadarme, así que empezaré otra vez. Hola, Erre C.A., ¿serías tan amable de bajar el volumen de mi televisión? Estoy intentando escribir un cuento y no me centro.
—Hombe, zi me lo pidez azí…
—Muchas gracias.
—Digo, que zi me lo pide uzté azí, me lo penso.
—¿Y?
—Va, venga, vale. Zolo la estaba viendo porque dicen musas toterías. Azi que, la quito y yaztá.
Menos mal que la apagó, porque la contestación a la suya no hacía honor a huéspede alguno. Tardé en recuperar la concentración, pero lo conseguí. A la hora y media, me levanté para ir al baño. Haciendo pis me acordé de Erre C.A. «La verdad es que se ha portado, no ha molestado lo más mínimo después del incidente televisivo». No volví al despacho, fui al salón a verle. Estaba subido en la jaula de Merche (una hámster). Hablaba con ella. Le saludé y le pregunté qué hacía.
—Diztraéndonos. Amboz inclucive tamos aburríos.
—¿Y qué la cuentas?
—Laztoy recitando laz palabraz de Ortega y de Gazé sobre La Debelión de laz Mazaz. La visto abudida y me disho, ¿pod qué no?
—¿Y cómo se lo toma?
—La vedá ez que no lo zé. Llevo máz de una hoda soltando el dollo y, dede el pincipio, no ha padado de zubí y de bajá pod loz badotez. Yo queo que no la gusta, padece como zi quisiera huí.
A lo mejoz prefiede la Rebelión en la Granja, de Yors Orgüel, pedo no me la zé de memodia. ¿La tienes?
—Sí, sí que tengo ess novela, pero no me parece adecuada para entretener a un animalillo que está encerrado.
—Pedo las encerrao tú, ¿no?
—Sí, y no.
—Yaztamo eshando balone fueda. Pod lo meno deconoceráz que libe no ez la pobecilla.
—Podría contestarte que si la dejáramos libre duraría menos que mi paciencia en tu presencia, pero no. Porque yo siento y pienso igual que tú, que los animales también tienen derecho a su libertad y a sufrir su destino.
—¿Entonce, po qué la tenes aquí?
—Yo no la tengo aquí. Yo la cuido, la limpio la jaula, la echo comida, agua. La trajo mi hija. Y como todo lo que trae a casa y se queda —esto lo dije con retintín— es el chache quien se hace cargo de ello.
—Pedo, no desías que la cuidabas tú. ¿Ahora la cuida el chache? Edes un mentidoso.
—Chache es una palabra que es similar a mi menda o a yo.
—Ah, bueno. De todas fomas no la debes de dá mu bien de comé, poque sa lía con las cuentas de mi collá y si me descuido...
—Estarías jugando. ¿Quieres darla unas pipas de girasol?
—No, poque a lo mejó me toma cariñín, y a lego, cuando me vaya, sufe.
—Tú mismo.
—¿Haz cabao describir?
—Por ahora sí.
—Entonce me voy.
No entendí lo que me quería decir, pero por la inercia, y por la convivencia con mi hija, metí la pata al preguntarle:
—¿Vas a venir a cenar?
—Puede, no lo zé. Taluego —se despidió, y ya sin vergüenza cambio de collar.


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Lo que más me sorprendía de esa manía suya era que el collar que se sacaba de la boca no estaba mojado. Me quedé solo, y le di a la cabeza. «Eres la polla, tío. Dices que te molesta y le das pie para que se instale en tu vida. Y, encima, se fuma tus puritos», pensé a través de mi alter ego con cuernecitos. El otro, el de alas blancas contestó: «Pero, tronco, si el rano es un encanto, ¿qué te cuesta aguantarle? Y, además, seguro que termina haciéndote partícipe del diario de su padre».
—Seguro —contesté yo nada convencido.

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