Nada, no le dejaba ni a sol ni a sombra.
Daba igual la hora que fuera.
Donde él iba, ella detrás.
Tenía el cuerpo repleto de sus cornadas.
Sólo se alejaba un poco cuando llegaban los del camión con la luna roja, como si les temiera.
Mubunwa también recordaba que, cuando los soldados con cascos azules habían hecho su aparición un amanecer en el poblado, ella desapareció hasta la mañana siguiente.
Cuando era niño, cuando el río servía para todo y para todos, nunca apareció. Ahora, que era un sequedal, su perseguidora campaba por la aldea a sus anchas. Debía alimentarse de la nada, como él, como todos sus vecinos; pero a ella la alimentaba, cada día era más fuerte y ellos más débiles.
Ver morir a los niños entre sus garras era desolador, pero el propio miedo, el instinto de conservación, las raíces a las que se agarraba le mantenían en pie. Pero Mubunwa sabía que tarde o temprano le atraparía, le dejaría exhausto, sin fuerzas para seguir viviendo. Era cuestión de días, como mucho de semanas. Su ataque se había producido ya, lento, pero imparable. Por más que habían danzado, cantado, orado u ofrecido a los dioses, éstos se negaban a regar la tierra desde hacía ya muchas lunas. El brujo mantenía la tradición, pero ya cantaba solo ante los restos de una fogata consumida, únicamente recordada por la mancha negra del suelo, a los pies de un hombre que hacía por hacer los ritos de sus antepasados.
Una noche, su última noche, el brujo llamó a Mubunwa. “Ven” le dijo. Y Mubunwa le contestó con la mirada… “¿Para qué?”. “Para morir juntos”. “Entonces sí”. El hambre se acercó y no dio sus dos últimas dentelladas, porque a ésas seguirían otras tan mortales como arbitrarias.
Daba igual la hora que fuera.
Donde él iba, ella detrás.
Tenía el cuerpo repleto de sus cornadas.
Sólo se alejaba un poco cuando llegaban los del camión con la luna roja, como si les temiera.
Mubunwa también recordaba que, cuando los soldados con cascos azules habían hecho su aparición un amanecer en el poblado, ella desapareció hasta la mañana siguiente.
Cuando era niño, cuando el río servía para todo y para todos, nunca apareció. Ahora, que era un sequedal, su perseguidora campaba por la aldea a sus anchas. Debía alimentarse de la nada, como él, como todos sus vecinos; pero a ella la alimentaba, cada día era más fuerte y ellos más débiles.
Ver morir a los niños entre sus garras era desolador, pero el propio miedo, el instinto de conservación, las raíces a las que se agarraba le mantenían en pie. Pero Mubunwa sabía que tarde o temprano le atraparía, le dejaría exhausto, sin fuerzas para seguir viviendo. Era cuestión de días, como mucho de semanas. Su ataque se había producido ya, lento, pero imparable. Por más que habían danzado, cantado, orado u ofrecido a los dioses, éstos se negaban a regar la tierra desde hacía ya muchas lunas. El brujo mantenía la tradición, pero ya cantaba solo ante los restos de una fogata consumida, únicamente recordada por la mancha negra del suelo, a los pies de un hombre que hacía por hacer los ritos de sus antepasados.
Una noche, su última noche, el brujo llamó a Mubunwa. “Ven” le dijo. Y Mubunwa le contestó con la mirada… “¿Para qué?”. “Para morir juntos”. “Entonces sí”. El hambre se acercó y no dio sus dos últimas dentelladas, porque a ésas seguirían otras tan mortales como arbitrarias.
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