«¿Qué había querido decir Giuseppe con las capas de Mendrugo?».
Y así me quedé pensando. Y supe que era mejor esa introspección en las posibles ideas que la situación catatónica por seguir series televisivas. Después de un giro de cuello, que me costó lo suyo, mis ojos se clavaron en el diccionario de la RAE. Una solución. No arranqué el libro de la estantería, sino que busqué capa en el acceso directo de mi ordenador. «¡Joder, qué cantidad de acepciones!». No me aclaró mucho la consulta. Salí de mi ensimismamiento y, como ya era hora, me puse a hacer la comida. Cocinar para uno no me divierte. Siempre acabo friendo un par de huevos. Abrí el frigorífico, y, con la habilidad que me distingue, dejé caer uno al suelo. Según miraba el vertical recorrido del huevo me recordó mi mente lo desagradable y engorroso de despegar clara y yema del piso de la cocina. Pero esta vez no hubo caso, porque cuando la cáscara se rompió, el color amarillo no apareció. Bueno sí, pero no lo envolvía ese otro indefinido de la clara, sino un verde chillón. El embrión de pollo se había transformado en una rana: en Erre C.A.
—¡La made que me parió! Vaya hoztía me dao.
Estas fueron sus palabras antes de los cientos de ayes que salieron después por su bocaza.
Me acuclillé y vi que mi amigo el rano había perdido el conocimiento. Reaccioné. Dejé el otro huevo en su sitio con suma aprensión, y atendí a Erre C.A. Le limpié las heridas y le vendé. Con el ojo morado no supe qué hacer. No estaba dispuesto a estropear un filete tal y como están los precios. Las vendas y las tiritas no me dolieron porque me las traigo cuando voy al médico de cabecera, claro, siempre que me deja solo en la sala de curas, donde pasa su consulta. Le tendí en el sofá, le tapé y, tras confirmar que tenía pulso y respiraba pausadamente, volví a la cocina. El hambre no se me había pasado, pero los huevos ya no me apetecían. Así que, fabada Litoral al canto. Y para que la comida no resultara pesada me puse con una ensalada de lechuga y cebolla. La cebolla cruda me encanta. Y gracias a ella me vino a la cabeza una idea sobre las capas de Mendrugo.
Una cebolla tiene capas, como las hojas de un libro y si Mendrugo era el personaje que había usurpado para aparecer yo en mi blog, puede ser que Giuseppe se refiriera a él, no como un personaje, sino como el libro titulado Mendrugo. Claro, eso era: las capas eran las hojas de su libro.
Con los ojos llenos de lágrimas solté el cuchillo y la cebolla, y salí hacia mi despacho. Empecé a buscar el primer original que había editado con mi impresora láser. Y lo encontré a la vez que oí la llamada de Erre C.A.
—¡Tito Mendriugo, Tito Mendriugo! Me duele mucho.
Cogí el libro encuadernado manualmente con gusanillo y corrí hacia el salón. Sentado y sin manta me recibió el rano, como siempre tan impertinente.
—Tú no tenes que llorá, el que tene pupita zoy yo. Y me duele cantidá.
Le ofrecí un Adiro (Aspirina más barata) y le traje dos con un vaso de agua.
—No me gustan, saben a tapo.
—Pues te las tomas —ordené—. Si no, no te cuento lo que he descubierto.
—Ezo é santaje.
—Y tú un quejica.
—Pos te puedo demandá por agresió.
—Y yo te puedo volver a meter en un huevo y congelarlo —le amenacé.
—Me laz tomo, tae. Pero cuenta.
—No, antes comemos. Yo por lo menos tengo hambre.
Y así me quedé pensando. Y supe que era mejor esa introspección en las posibles ideas que la situación catatónica por seguir series televisivas. Después de un giro de cuello, que me costó lo suyo, mis ojos se clavaron en el diccionario de la RAE. Una solución. No arranqué el libro de la estantería, sino que busqué capa en el acceso directo de mi ordenador. «¡Joder, qué cantidad de acepciones!». No me aclaró mucho la consulta. Salí de mi ensimismamiento y, como ya era hora, me puse a hacer la comida. Cocinar para uno no me divierte. Siempre acabo friendo un par de huevos. Abrí el frigorífico, y, con la habilidad que me distingue, dejé caer uno al suelo. Según miraba el vertical recorrido del huevo me recordó mi mente lo desagradable y engorroso de despegar clara y yema del piso de la cocina. Pero esta vez no hubo caso, porque cuando la cáscara se rompió, el color amarillo no apareció. Bueno sí, pero no lo envolvía ese otro indefinido de la clara, sino un verde chillón. El embrión de pollo se había transformado en una rana: en Erre C.A.
—¡La made que me parió! Vaya hoztía me dao.
Estas fueron sus palabras antes de los cientos de ayes que salieron después por su bocaza.
Me acuclillé y vi que mi amigo el rano había perdido el conocimiento. Reaccioné. Dejé el otro huevo en su sitio con suma aprensión, y atendí a Erre C.A. Le limpié las heridas y le vendé. Con el ojo morado no supe qué hacer. No estaba dispuesto a estropear un filete tal y como están los precios. Las vendas y las tiritas no me dolieron porque me las traigo cuando voy al médico de cabecera, claro, siempre que me deja solo en la sala de curas, donde pasa su consulta. Le tendí en el sofá, le tapé y, tras confirmar que tenía pulso y respiraba pausadamente, volví a la cocina. El hambre no se me había pasado, pero los huevos ya no me apetecían. Así que, fabada Litoral al canto. Y para que la comida no resultara pesada me puse con una ensalada de lechuga y cebolla. La cebolla cruda me encanta. Y gracias a ella me vino a la cabeza una idea sobre las capas de Mendrugo.
Una cebolla tiene capas, como las hojas de un libro y si Mendrugo era el personaje que había usurpado para aparecer yo en mi blog, puede ser que Giuseppe se refiriera a él, no como un personaje, sino como el libro titulado Mendrugo. Claro, eso era: las capas eran las hojas de su libro.
Con los ojos llenos de lágrimas solté el cuchillo y la cebolla, y salí hacia mi despacho. Empecé a buscar el primer original que había editado con mi impresora láser. Y lo encontré a la vez que oí la llamada de Erre C.A.
—¡Tito Mendriugo, Tito Mendriugo! Me duele mucho.
Cogí el libro encuadernado manualmente con gusanillo y corrí hacia el salón. Sentado y sin manta me recibió el rano, como siempre tan impertinente.
—Tú no tenes que llorá, el que tene pupita zoy yo. Y me duele cantidá.
Le ofrecí un Adiro (Aspirina más barata) y le traje dos con un vaso de agua.
—No me gustan, saben a tapo.
—Pues te las tomas —ordené—. Si no, no te cuento lo que he descubierto.
—Ezo é santaje.
—Y tú un quejica.
—Pos te puedo demandá por agresió.
—Y yo te puedo volver a meter en un huevo y congelarlo —le amenacé.
—Me laz tomo, tae. Pero cuenta.
—No, antes comemos. Yo por lo menos tengo hambre.
Y así compartí judías y ensalada con un rano al que tuve que poner un brazo en cabestrillo porque le dolía el hombro izquierdo. Y como era zurdo y mimoso, tuve que darle yo de comer.
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