jueves, 17 de enero de 2008

El motivo de la mala dicción de Erre C.A.

Después de comer no hubo conversación, Erre C.A. se echó la siesta. Mientras yo me preparaba un café en la cocina, él se quedó frito en el sofá del salón. «Jodío bicho», pensé cuando le vi dormido, «¿Cómo se colará en casa?», se me vino a la cabeza mientras le tapaba. Y en voz alta, pero susurrante le hice burla: “Tengo mis recusos, colega, tengo mis recusos”. Me senté a leer. A la hora y cuarto le escuché.
—¿Qué leez?
—El Mundo de las Palabras.
—Bué, poz vaya rollo.
—Eso lo dirás tú, a mi ese mundo me parece fascinante.
—A mí, las palabas me resbalan.
—De la boca. Ya lo había notado. Hablas… —no encontraba la palabra—. Hablas, distinto.
—Pedo no ez por lo que tú quees.
—¿Y qué es lo que yo queo? —hice hincapié al imitar su dicción.
—No te impota.
—Dejémoslo. Si te apetece ya me dirás el motivo. Yo tengo pendiente lo que he descubierto.
—¿Er qué?
—Bueno, en realidad es lo que se me ha ocurrido, porque no he querido hacer nada sin ti.
Y le conté la ocurrencia sobre interpretar capas de Mendrugo como hojas del libro titulado Mendrugo.
—Pué sé. ¿Aónde tenes el libo eze?
—Voy por él.
Traje el libro y prácticamente me lo arrancó de las manos a pesar de tener el brazo en cabestrillo. Se puso a ojearlo y a pasar sus páginas sin miramiento alguno. Con el anca derecha sujetaba el libro, y con la mano derecha pasaba sus páginas con unos ademanes torpes y apresurados.
—Espera un momento que lo vas a descuajaringar.
—Ez que zoy zocato. Pero, aquí no hay na, tío. Solo letas impezas por una impesora…
—Eres un poco chuleta, ¿no?. Y no se pueden tratar los libros como si fueran vulgares ciudadanos después de unas elecciones.
—Yo zí puedo, ¿no laz notao?
—He usado poder por deber.
—Ah.
Con el libro a salvo y en mi poder, lo así de las dos cubiertas y lo sacudí con más delicadeza de la
que lo hubiera hecho si no hubiera recibido la paliza ranil. Después de varias sacudidas Erre C.A. se interesó por lo que asomaba entre las páginas impresas.
—Ey, mira ezo. Paece un bló de notaz. Y me zuena.
Seguí sacudiendo, ya con menos cuidado, el volumen y el bloc terminó por caer sobre la mesa. Erre C.A., con un salto propio de los de su especie, se abalanzó sobre él . Y después de abrirlo despacito y con tiento, y echarme una miradita para que le reconociera su tacto, la alegría iluminó su cara. Los ojos no se le abrieron más porque ello es imposible, pero el rictus era inconfundible.
— Hoztia, qué bien. Ez la leta de mi pade.

Dejó el diario sobre sus ancas. Se quitó el collar que llevaba, y lo dejó sobre la mesita. Se metió los dedos en la boca y sacó de debajo de la lengua otro collar. Guardó el que se había quitado, y se colocó el nuevo. Ya sabía el motivo por el que Erre C.A. hablaba como lo hacía. Al sentirse descubierto el rano se puso colorao.




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