—L’habáz cambiao de zitio.
—No me jorobas tú también —me quejé.
—Ez veddá, peddona. ¿Haz midado en el cahón que guaddaz el dinedo?
—Mi autoestima jamás ha tenido nada que ver con el dinero.
—Poz zedá la única autoeztima dezintedezada.
—Además, no la he extraviado, me la han quitado.
—Podque te habáz dehao.
—Si a un trozo de hierro le golpeas continuamente termina por
deformarse.
—Pedo no dezapadese.
—Si te repiten un millón de veces en un mes que eres feo, terminas
viéndote feo.
—Zi lo edez... Pedo zí, hay quien baza la publisidá en la fecuensia
del menzahe.
—Yo ya estoy harto.
—¿De publisidá?
—No, de machaqueo en general.
—Pedo la autoeztima nase del intediod de laz pedzonaz.
—Pero tú creas tu imagen con la que se refleja en los demás. Sobre
todo de aquellos que quieres y te quieren. Aunque también intervengan los enemigos.
—Poz yo tenía qu’eztad hesho polvo, podque de ti no desibo máz que
quíticaz y degañinaz. Y Ede Se A también tiene su codazoncito.
—Puede que tengas razón. Pero que sepas que tú formas marte de mí,
de mi propia autoestima.
—O zea, que como ziempe, la culpa la tengo yo, ¿no?
—No. Yo no necesito que tú estés mal para yo sentirme bien. Aunque
reconozco que es un equilibrio muy extendido.
—A mí lo que disen loz demáz me la zuda.
—Eso ya lo he notado.
—Pedo no ez un defesto, ez una autodefenza.
—Ese es mi problema, creo.
—¿Cuálo?
—Que tengo muy pocas autodefensas.
—¿Edez zedopozitivo?
—No, no en ese sentido, sino en el autodestructivo.
—Has como yo. Éshatelo a la ezpalda.
—Pues tienes que tener las espaldas muy anchas.
—Pedo la autoestima intasta.
—Seguro que si yo me lo echo a la espalda me sale joroba.
—Zi quiedez te pzicoanaliso.
—¿Y qué te crees que hemos hecho
desde que nos conocemos?
—Dadnoz caña.
—También.
—Ezpeda.
—¿Dónde vas ahora?
—Ezpeda, que he tenido una idea —esperé y volvió—. Toma, un poco
d’autoeztima—y me dio un beso—. Pada ti.
—Gracias.
¿Pero, dónde la has encontrado?
—En
el cahón donde Zabina ezcondió zu mez d’abil.
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