En recuerdo de Pepote, al pie.
—Mendugo.
—¿Qué?
—Yo quiedo un pedo —me qué un poco perplejo hasta que me acordé de
la pronunciación tan particular de Erre C. A., que al ver mi cara continuó—.
¿Ez tan dado queded un pedo?
—No, un perro no. Perdona estaba distraído —me disculpé, pero se
dio cuenta de mi confusión.
—Zí, un guauguau.
—¿Y para qué quieres tú un perro?
—Anda, pada hugad, pada cuidadlo, pada llevadlo de pazeo...
—Pues va a ser que no.
—¡Ho! Ha zido el zueño de toda mi vida.
—Pues sigue soñando.
—Tú tuvizto pedo de pequeño —me echó en cara.
—Pues por eso mismo.
—Poz cuando hablaz d’él padese que te fue mal.
—Claro, quien se tragó todo el trabajo fue la Juana. Yo lo
disfruté. Además, un perro no es un juguete, como creo que lo ves tú.
—Y un gazto, ¿no? —afinó en sus críticas.
—También —reconocí.
—Poz un canadio, que no hay que vacunadle, ni bañadle, ni codtadle
laz uñaz, ni hasedle la comida. Loz páhadoz comen poquito.
—Te diría que sí si cumplieras una condición.
—¿Cúala? Cuenta. —me exigió el rano con prisas y algo excitado.
—Que vivas con él.
—Poz clado, no me voy a id yo cuando me lo degalez. ¡Vaya
negosio!
—No. Me refiero a que vivas con él en la jaula.
Cuando hubo escuchado la condición completa le cambió la cara. Y
yo le propuse hacer una prueba. Tragó, pero cuando le saqué de la jaula, porque
él por sí solo no podía salir me lo dejó claro.
—Ezo no ez una condisión, ez una condena. ¿Qué va a hased un dano
en una haula?
—Lo mismo que un canario.
—Loz canadioz cantan y no iban a eztad tan apetuhaoz..
—Tú también puedes cantar y comer menos. Así yo, sabiéndote dentro de la jaula, estaría
más tranquilo.
—¿M’eztáz intimidando?
—No, he contestado a tus peticiones.
—¿Y un tamagotshi? —cambio el registro el pesado.
—Si pagas las pilas y apagas su alarma puede que para tu
cumpleaños sea tu regalo.
—Ladgo me lo fíaz.
—¿Por qué?
—Podque Ede Se A ez olímpico.
—¿Y qué tienen que ver las olimpiadas contigo?
—Que yo cumplo añoz cada cuato, nasí un veintinueve de febedo. Y
quien ezpeda dezezpeda.
—Pues es lo que hay, coleguita.
Erre C. A. se fue refunfuñando por el pasillo, pero pude escuchar
su comentario, que no sería el último.
—Puta quiziz.
—No es por la crisis —le grité.
—Poz hodío tacaño.
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