domingo, 29 de enero de 2012

La estrella

—¿Qué miras ahí fuera en la terraza? Es muy tarde y hace fresco.
—El  Univedzo. Ez muy gande.
Me acerqué al rano y miré al cielo. La noche era calma y el cielo estaba raso. Lo avanzado de la hora había amortiguado los ruidos.
—Sí, sí que lo es —le contesté sin necesidad.
—Y penzad que zomoz loz únicoz...
—No lo creo.
—¿Y dónde va a habed una padeha como nozotoz?
—Creía que te referías a seres vivos.
—Tú no zé, pedo yo no eztoy muedto.
Me le quedé mirando y me sonreí.
—Y para dos que somos no nos entendemos.
—No m’entendedáz tú, podque yo zí m’entiendo —pensé que de nuevo aparecía el ombligo del mundo, y tras mirarnos otro momento en silencio, el centro del universo siguió—. ¿Vez eza eztella d’allí?
El de la estrella
—¿Cuál? Hay muchas.
—Eza qu’eztá al laíto de la Luna, a zu dedesha, y que billa musho.
—Sí, ésa —señalé por señalar.
—Ez la eztella de la Yayi.
—De la que todavía no te has disculpado por el asunto del armario. Pero bueno. ¿Y tú por qué sabes que esa es su estrella?
—Podque un día me lo diho y me la enzeñó.
—Pues me parece poco para ella. La Yayi se merece una galaxia entera.
—¿Y loz demáz qué, noz quedamoz a doz velaz? Yo también quiedo una eztella.
—Pues mira si tienes para elegir.
—Pedo ez que la zuya padese sondeíd.
—No pretenderás quitársela a ella, ¿no?
—Una eztella no ze puede dobad, igual que un zueño.
—Tienes razón, te pueden quitar un sueño, pero nunca robártelo —ahora fue Erre C. A. el que clavó sus ojos en los míos—. No me mires así, no he dicho nada raro.
—Ez que quitad y dobad ez lo mizmo.
—Yo creo que no —y me expliqué—. Yo te puedo quitar o robar los collares, pero la tontería que tienes sólo te la puedo quitar, por ejemplo.
—Puez Ede Se A no puede hased ni ezo con la tuya. A ti la tontedía no te la quita nadie, eztate tanquilo.
—No seas tan susceptible, sólo quería explicarme con un ejemplo. Y para que veas, te voy a regalar mi estrella. Porque una estrella sí se puede regalar.
Le cambió la cara.
—¡Hala, que shuli! ¿Tienez una?
—Sí, pero no es solamente mía.
—Bueno, no m’impodta. ¿Pedo no zedá el lusedo del Alba? No quiedo poblemaz con la noblesa.
—No, esta estrella es muy chiquita, cabe en la palma de la mano —sentí un escalofrío—. Vamos dentro que hace frío y te la doy.
—Vale.
—Espera, que voy a mi habitación y te la traigo.
Tarde poco en volver con una cajita en la mano y antes de dársela le advertí a Erre C. A. que no la abriera porque si no la luz se perdería.
—Hazme caso, si no, adiós a la estrella.
—Vale.
—Pues toma, para ti.
—Gasiaz, Mendugo... Pedo no peza nada se extrañó el rano al sopesar el paquetito.
—La luz no pesa, ilumina.
—Clado, que tonto zoy.
—No, no eres tonto. Eres lo que yo nunca he querido dejar de ser —y con el comentario, a punto estuve de descubrir mi piadoso engaño, pero, precisamente, la inocencia de Erre C.A. me salvó, así como su concepción egocéntrica del universo, porque me contestó:
—Tú no hubiedaz zido un buen dano, Mendugo.






Imágenes bajadaa de  www.rosanruiz y www.osirismelisastronomia.blogspot.com   



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