jueves, 3 de julio de 2008

Preocupación

—No he vizto humano máz tacaño que tú, Mendugo.
—Pues entonces no conoces a muchos. Además, no soy tacaño. Reciclo papel y me hago los cuadernos del tamaño que quiero.
—Ya te digo. ¿Y loz lapisedoz ezoz tan canihoz, loz guaddabaz pada mí?
—No. Son un recuerdo de cuando programaba. Me gustaba tener un puñado con la punta afilada dispuestos para usar. Ves, más o menos, todos tienen el mismo tamaño.
—Ya. ¿Y loz bañadodez que uzaz de loz zezenta?
—No los voy a tirar. Están prácticamente nuevos.
—Tambén tevizto bodando loz cusigramaz. Clado que pod ezo uzaz lápis, ¿no?
—Son de hace mucho, y ya no me acuerdo. Podría comprarlos repetidos y no me enteraría.
—¿Y lo de guardad laz vidutaz del zacapuntaz pada ensendé la shiminea en inviedno?
—Así no contribuyo a la deforestación.
—Tú di lo que quiedaz, pedo a mí no me convensez. El que hededa no doba y tu apellido ez máz catalán que el pan tumaca.
—Parece mentira. Tú que, según dices, has sufrido tanto por los prejuicios, también los acoges en tu cabezón.
—Cabezón sedás tú, que no deconosez tuz defestoz.
—Todos vemos la paja en ojo ajeno.
—Poz cámbiameloz, a ved si vez tu viga.
—Pero qué bruto eres.
—Anda. ¿Pod qué? Miz ohoz ze dezcozen. ¿Loz tuyoz no?
—Yo no sabré nada de ranas pero tú de anatomía humana, menos.
—Ez que loz hombez no me han intedezado nunca.
—Pues a mí las ranas me están dejando de interesar, y en particular una.

Esa noche, sobre las cuatro de la mañana, me despertó Erre C.A. Sentí que me acariciaban la barba. Entreabrí los ojos y le adiviné sentado en mi almohada. Acercó su boca a mi oreja y me preguntó en voz baja:
—¿De veddad que no te peocupan ya laz danaz?
—No digas tonterías —le contesté—. Y menos a estas horas —y me volví.
Insistió.
—¿No te impodto ni un poquito?
—Un comino. Eso es lo que ahora me importas.
—Bueno, algo ez algo. ¿Te importa que duedma con vozotoz?
—Sí.
—Vez como zí timpodto. Anda duedmete que ez mu tadde, hombe, y vaz a dezpedtá a tu shica.

No se la lié porque no era el momento y andaba medio dormido. Y porque, en el fondo, me agradó su preocupación por sentirse querido. Cuando sentí su presencia entre mi shica —como él la llama— y yo, recordé las veces que mis hijos, siendo pequeños, se nos habían colado en la cama.

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