martes, 29 de julio de 2008

La crisis

—Oye, Mendugo, ¿a ti te afesta la quiziz?
—¡Toma! Como a todo el mundo.
—A mí no.
—¿Cómo que no?
—Como que no.
—¿Es que eres especial?
—Que te digo yo que no.
—Pues, ven. Yo me encargo de que te afecte. Donde sufren dos, sufren tres —le advertí con retintín.
—Ezo no vale.
—O sea, para comer sí vale, pero para penar no. Pues no me parece justo.
—¿Y qué lo ez en ezta vida? Ademáz, yo conta la quiziz uzo el humod. Mida como me dío.
No le dejé que me lo demostrara. Le cogí por el cuello y me fui con él al cuarto de baño. Durante el corto trayecto, y mientras quitaba la tapa de la cisterna del inodoro, Erre C.A. fue tomando un tono azul. Solté la presa, le agarré de sus cortas patas.
—Parece mentira que seas una rana —y le sumergí la cabeza en el agua de la cisterna. Cuando le saqué, se lo expliqué.
—Ríete ahora, cachondo mental.
—¡No puedo ni despidá, me voy a deí, tío! Me ahogaba —dijo como pudo el pobre.
—Pues así está la gente con la crisis, coño: medio ahogada. Anda, tómátelo a risa.
Con más aire en los pulmones, Erre C.A. se defendió.
—Yo no me lo tomo a shunga, yo he disho que me lo tomo con humod, coñe. Y ya no te pienzo habá máz. Vaya tío máz violento. Como dezuelvaz azí todaz tuz dizquepansiaz, lo llevamoz clado, ¡holinez!
No le pedí disculpas, sino que le di una toalla para que se secara. Ese día Erre C.A. no me dirigió la palabra. Se lo pasó suspirando en un rincón.

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