—Queo que la lavadora.
—Qué raro, si mi chica se ha ido muy temprano hoy, y nunca pone un
programa tan largo.
—El pogama ez codto.
—Y suena como unas campanillas. Oye, ¿y tú cómo sabes que el
programa es corto?
—Podque he puezto yo la lavadoda pada lavad miz colladez. Bueno,
no todoz, zólo loz de metal, pod ezo zuena azí.
—Pero tú estás loco —dije mientras me levantaba y salía a toda
pastilla hacia la cocina para apagar la lavadora. Erre C. A. me siguó.
—¿Pedo no disez que la hihiene ez mu impodtante?
—¿Y tú no sabes que las lavadoras sólo admiten ropa?
—Poz Ede Se A ha vizto a tu shica meted ahí zapatillaz depodtivaz,
pod ehemplo. Y con coddonez y todo.
—Pero nunca la habás visto meter cacerolas.
—Ez veddá, tenía que habed uzao el lavavahillaz.
—Tú has debido vivir en la selva.
—Cazi.
—Si metes esas cosas...
—Ezaz cozaz zon miz hoyaz, un dezpeto.
—Pues si metes tus joyas en una máquina de éstas, lo más seguro es
que estropees la máquina y tus cosas.
—Habedlo disho antez.
—O sea, que las máquinas te importan un bledo.
—No zé lo qu’ez un bledo, pedo tampoco ez ezo. Ezo zí, m’impodtan
máz miz colladez.
—Pues al ver cómo los tratas, cualquiera lo diría.
—Pedo zi he zelessionado un pogama codto pada pendaz delicadaz.
—Bien dices: pa-ra pren-das de-li-ca-das —silabeé—. Sácalas de
ahí, porque como llegue mi chica y vea lo que has hecho, te mata.
—Tampoco zedá pada tanto.
—No, qué va. Tú no sabes la relación que tienen entre ellas. Tú no
lo saques y verás.
El rano se puso a ello. Yo le observaba hasta que me dijo:
—Hay a algunaz que no alcanso.
En ese momento se me ocurrió la idea, y le contesté:
—Pues métete dentro y me las vas dando.
—Vale, ezpeda.
Erre C. A. se metió en el tambor de la lavadora y fue dándome de
uno en uno los collares que restaban.
—¿Ya están todos? —le pregunté asomándome al ojo de buey.
—No lo zé, aquí dento ze ha hesho la noshe cuando t’haz azomao.
Dame una lintedna, podfa.
—Toma.
—Vez. Quedaba ezte. Toma.
—Echa un último vistazo anda.
—No, ya no veo ninguno máz.
—¿Seguro?
—Zegudízimo. Azí que ayúdame a zalid.
—No.
—¿Cómo que no?
—No, que tú de ahí sales limpio. No voy a tener otra oportunidad
como ésta.
—¿A qué te defiedez?
—A que te voy a lavar porque has sido tú el que ha entrado ahí por propia voluntad —y cerré la puerta de la lavadora. Seleccioné un programa corto en frío para prendas delicadas, eché el detergente del corderito y cargué el compartimiento del suavizante. Durante esas operaciones, oía los golpes que el rano daba en el plástico y sus protestas ahogadas. Al final le miré por la ventanilla redonda, me sonreí y apreté el botón de puesta en marcha. Erre C. A. empezó a girar despacito, primero para un lado, luego para el otro. Le oí gritar:
—A que te voy a lavar porque has sido tú el que ha entrado ahí por propia voluntad —y cerré la puerta de la lavadora. Seleccioné un programa corto en frío para prendas delicadas, eché el detergente del corderito y cargué el compartimiento del suavizante. Durante esas operaciones, oía los golpes que el rano daba en el plástico y sus protestas ahogadas. Al final le miré por la ventanilla redonda, me sonreí y apreté el botón de puesta en marcha. Erre C. A. empezó a girar despacito, primero para un lado, luego para el otro. Le oí gritar:
—¡Edez un mamón! ¡Me voy a ahogad!
Luego el ruido del agua que entraba en la máquina tapó sus
insultos y protestas. Me sacudí las manos chocando un par de veces las palmas,
como aquel que acaba un difícil trabajo, y me comenté:
—Esta vez quedo yo encima.
Imagan
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