─ ¿Sabes por qué me crispas a veces, Erre C.A.?
─ ¿Pod qué?
─ Porque te metes en mi terreno.
─ ¡Hombe! Vivo en tu caza...
─ No me refiero a esos terrenos, sino a que invades mi intimidad. A veces no me dejas espacio.
─ Pedo vamoz a vé, Mendugo. Yo zoy un muñeco que no pinsha ni codta; no teno voluntá; no me muevo... Eztoy dento de tu cabesa, ¿zabez? ─Erre C.A. se puso el dedo índice en su sien y giró la muñeca unas cuantas veces. Me le quedé mirando con ojos sorprendidos porque tardé poco en darme cuenta de que tenía razón: el asunto estaba dentro de mí. Mas como yo estaba entre pucheros, y al observar mi mirada, Erre C.A. dejó congelado el dedo en la cabeza, miró la fabada (bueno, casi se cae dentro de la perola) y dijo:
─ Ez que me picaba la shola, no vayaz a penzá ota coza, ¿eh? ─y se fue por los cerros de Úbeda─. Padese que lo de cambiad la hoda noz zidve de poco, ¿no? ─y siguió rascándose la sien con disimulo.
─ Entonces, si no eres tú el que se cuela en mi ladrillo... ─afirmé a modo de pregunta.
─ Nada, hombe. Dehalo. Tú a laz hudíaz, que tenen mu buena pinta. No te peocupez pod cozaz zin fundamento.
─ Tío, a veces pareces una mezcla entre Arguiñano y Carpanta.
─ ¿Y a qué hoda comemos?
─ A la oda de la Muerte de mi padre o a la oda a Walt Whitman.
─ Buenaz hodaz zon ezaz... ─se quejó─. Pedo tú mandaz.
Comimos cuando él quiso, claro.
O sea, en cuanto estuvieron tiernas las fabes.
martes, 1 de noviembre de 2011
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