Llevaba un rato sin oír al rano, me levanté de la silla y le busqué. No tardé en encontrarle. Me sorprendió verle encima de la mesa de la cocina y con un libro entre las piernas.
— ¿Y ahora qué haces? —le pregunté.
— Toy leyendo, no lo vez.
— El que no lo debe ver eres tú, tienes el libro al revés, Erre C.A.
— Mehod leé al devés que no leé, ¿no?
— También tienes razón.
— ¿Y eso de dónde lo has sacado?— Un pueblo que lee é un pueblo culto, Mendugo.
— ¿A tres años llamas tú experiencia?— De mi ecspediensia.
— Zabás tú loz añoz que teno…
— Hombre, muy mayor no se te ve.
— A ti no ze te ven mushaz cozaz y laz tenez.
— Anda, da la vuelta al libro, si no, Ulises va a coger lumbago.
— Total, no me entedo.
— No te preocupes, yo tampoco me enteré mucho de lo que escribió Joyce cuando lo leí.
— ¡Vaya! Un azomo de humildá —me sonreí, aunque Erre C.A. iba en serio.
— ¿Y el cigarro?
— Ez queshaba de menoz el tufo que vaz dehando.
— ¿Tú también piensas que soy un atufado?
— Yo no pienzo, Mendugo, zólo güelo, zi no lo hubieda ensendido. Ede Se A no fuma —volvió mi sonrisa. De un tiempo a esta parte el rano se refería a su persona en tercera.
— Pues que sepas que… —Erre C.A. me cortó.
— T’adviedto que yo no zidvo pada laz tedapiaz de gupo. Y te depito que yo no pienzo, zólo güelo.
Cogí el cigarro del cenicero y me fui de la cocina dando un portazo. La humildad se había convertido en rabia contra mí mismo. Desde detrás de la puerta insulté a alguien, pero no me quedó claro a quien me refería:
— ¡Cabronazo!
Él se dio por aludido y escuché un apagado “atufao” y luego un "tacaño". Y esta vez sí supe a quién iban dirigidos los apelativos.
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