—Entonces no te acerques mucho.
—Nunca m’he asedcao, y no lo voy a hased ahoda.
—Deberías tomarte algo para sudar y meterte en la cama —le aconsejé.
—Vale, zi me hasez una fabada... —propuso él.
—Me refiero a un vaso de leche y a un medicamento.
—Ezo ni alimenta, ni cuda, ni llena, ni na. El catado no lo cuda
nada.
—Pero te quitaría un poco los síntomas, y te duraría menos el
constipado.
—No hay que automedicadze, Mendugo.
—Yo no me lo voy a tomar, te lo estoy diciendo a ti.
—Poz que zepaz que no hay ninguna difedensia.
—Lo mismo es Juanñín que Juanón.
—¿Tú edez Juanón, no?
—¡Qué más da!
—¿En qué quedamoz, hay o no hay difedensia?
—No sé cómo te las apañas, pero siempre acabo liado.
—O zea, que me vaz a hased la fabada.
—No, no me refería a eso, sino a lo que me digo.
—Poz a mí me guztadía liadte en lo que me hasez.
—Sólo me faltaba eso.
—¡Ashizzzzz!
—Jesús.
—Gasiaz.
—De nada. Toma, anda —le di un pañuelo de papel—, y suénate un poco.
—Yo poz máz que me muevo no zueno. Zoy de tapo.
—La nariz —le aclaré con paciencia.
—Ede Se A no tiene. Zolo tengo nadinaz.
—¿Narinas? Ni eso siquiera. Lo que tienes son dos hilos rojos mal
cosidos en medio de la cara.
—¿Me meto yo con tu tipa?
—Ahora sí.
—Haz empesado tú,
—Siempre empiezo yo.
—No. A eztodnudad no.
Imagen
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