—Ze m´ha doto —escuché a mi espalda.
—¿El qué se te ha roto? —pregunté a Erre C.A. sin volverme y pensando que se le había roto algún collar o colgante.
—La plancha.
—¿Qué plancha?
—La de Heduzalem. La del pelo.
Dejé de limpiar las judías verdes y me volví ya preocupado. Y allí estaba el rano, en la puerta de la cocina y con la plancha del pelo en las manos. Eso sí, con cara de no haber roto un plato en toda su vida.
—Pero… —empecé a decir—. Pero… —pero mi mente no se coordinaba con mi voz—. Pero...
—¿Pedo que qué ha pazao? Poz que quedía zecadme dápido y ya vez, ze m’ha caído. Pa una ves que me dusho.
—¿Y qué, qué…? —seguía con mi particular afasia traumática.
—¿Y qué le cuentaz ahoda a tu hiha? —el rano parecía saber perfectamente qué iba a contestarle—. Poz pod ehemplo, qu’eztabaz limpiando el baño y, ¡saz!, se te cayó al zuelo.
—¡Y una mierda! —por fin mis neuronas se conectaron.
—Hombe, no zeaz azí, ze va a llevad un dizguzto.
—¿Y no se lo va a llevar si le digo la verdad?
—Ya, pedo a ti te dezpeta máz, a mi me va a eshad la bonca.
—Ya, ya —como dices tú—, pero ella sabe que lo que rompo lo pago.
—Ah, ¿y yo no? Cuando s’eztopeó el micoondaz lo pagó bien pagao Ede Se A.
—Sí. ¡Unas narices! Tú te fregaste el suelo de la cocina un mes, pero el que soltó la gallina para comprar ése y la manta eléctrica que metiste fui yo.
—Pedo como yo no tengo gallinedo, pagué con mi ezfuedso. Cada uno paga como puede. Y edez un matedializta, que zólo pienza en el eudo. Y un mal pade. Ahoda vaz a dehad zin plancha a la mushasha.
—No, eso no es así, chaval. Que pareces un político. Yo no he roto nada, luego no dejo a nadie sin nada. ¿Entiendes? Has sido tú. Tú la has roto, como el microondas.
—En laz inztusionez no ponía que no se podía meted una manta eléstica. Pedo, ¿cómo adeglo yo ezto? Me zabe mal que zufaiz ella y tú.
—Yo no sufro, y no sigas por ahí que… que… —volvió mi afasia.
Pero me dejó con el “que” en la boca. Al poco volvió sin plancha y con mi teléfono.
—¿Puedo hasé una llamadita con tu móvil, pod favó? —me preguntó muy educado y sumiso.
—Sí contesté muy rápido—. Pero, espera un momentito. ¿Dónde vas a llamar?
—Dezde el zalón.
—Pregunto a qué localidad —le aclaré un par de cosas—. Porque lo mismo llamas a Orlando.
—Yo no conosco a ningún Odlando, zalvo el tomate fito. No te peocupez, el teléfono ez de aquí, de Posuelo.
—Ah, bueno —me relajé—. Pero no alargues la conversación.
—Vaaaaale. Lo menoz pozible.
—¿Quieres que te marque? —me ofrecí.
—No. Coho un lapisedo y madco yo. Mushaz gasiaz.
—De nada. Y que encuentres la paz que dejas, hijo —le despedí.
Acabé de preparar la comida, y escribí un rato. Y mientras lo hacía llegó mi chica como siempre, contenta.
—¡Hola! –saludó alegremente.
Le devolví el saludo y entró en el salón con el bolso en una mano y una bolsa de plástico en la otra.
—Lo siento, hijo —me dijo a la vez que ponía cara de impotencia y elevaba la bolsa de plástico.
—¿Qué sientes? —le pregunté.
—Que ya no existe ese modelo —dejó el bolso en el sofá pero no soltó la bolsa.
—¿Qué modelo? —no sabía por dónde me venía la información ni porqué me aclaraba esas cosas, ni el motivo de levantar la bolsa cada vez que hablaba.
—He ido a por ella —nueva alzada de bolsa—, por eso llego un poco tarde, pero ya no la fabrican. He comprado otra. Espero que le guste a tu sobrina.
—Hace que no veo a mis sobrinas veinte años, lo mínimo —le aclaré yo algo esta vez.
—Pero Erre C.A. me ha dicho por teléfono que…
No le dejé acabar. Me fui a por el rano como una flecha. No le encontré. Volví al salón, me tranquilicé y le expliqué a la novata en lides raniles lo ocurrido. Y fue ella la que dio con él. Estaba metido, escondido diría yo, entre la almohada y su funda, en mi cama. Y su excusa fue que “ze zentía malito y ze había acoztado un dato, pod el dizguzto”.
No peló más patatas porque no había. Lástima no haber vivido en un cuartel.
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