Noche y recelos cabalgan juntos cuando caminas en soledad. La oscuridad argumenta mentiras que, tenidas por certezas, nos acercan miedos, peligros imaginados en la quietud y a las revueltas de las esquinas. Ya la esperanza llega con el alba, cuando no hay distancias y las negruras se esconden entre las tinieblas. Y estalla el día, y la luz daña los ojos de tanto mirar lo echado de menos. Ahora, sin sombras, es lo visto su creador; pero las sombras ya no esconden nada, sino que ubican los cuerpos, todo lo material y todo lo inmaterial. Es la luz que a todo hace gritar:
Aquí estoy yo; al árbol, al conejo, a la roca, a la arruga.
Y yo —contesta el caminante—.
Aquí estoy yo; alejadas las dudas, las incertidumbres que para otros comienzan o siguen, hallen o no la luz. Y la vida y el follar te traen un hijo. Y se acaba la indecisión. Ya no importa que reine Luna o Sol, sombra o luz. Se compendian en una sola todas las vidas anteriores. Y no tarda ese hijo en repudiar esa historia presente, en desear inventos que satisfagan lo mismo que a ti se te ha quedado pendiente, aquello que se te ha escapado entre los dedos. Y no es más que el material que rezuman tus alforjas, por muy vacías que las arrastres. El tiempo no pasa de largo, se acumula en ti, se queda contigo. Tú haces de presa, de almacén, de esenciero.
Más crees que pasa, más almacenas.
¿Cuántos años tengo, hijo?, me pregunta mi madre. Le contesto:
Ochenta y ocho serán los próximos que cumplas, Juana. Y no le parecen pocos ni muchos. No veo orgullo en sus ojos, tampoco pena. Pienso que piensa:
Pues esos serán. Y esos son, los suyos, no los de otra. Son los propios los que importan, los que tenemos, no los que han pasado ni los ajenos.
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