miércoles, 7 de mayo de 2008

El suicidio

Acabé de leer los titulares y los chistes del periódico y, con la mala leche habitual, me fui a escribir a mi habitación. Pero me dio por pensar con la pluma en la mano.
«Desde luego, el dolor de cabeza no es la enfermedad más ecuménica, sino el mal de don Quijote. Crearse un mundo con la propia escala de valores no es más que el reflejo de esa enfermedad que algunos llaman idealismo y otros locura. Acaso sea una válvula de escape a una realidad que imponen unas fuerzas particulares y nuestra propia naturaleza».
En estas disquisiciones me hallaba cuando una voz, a mi espalda, me hizo volver al mundo de los sentidos y del Euribor.
—¿Quézquibez?
Giré el sillón y tardé un punto en reconocer a Erre C.A. que andaba disfrazado de pirata.
—Ah. Eres tú.
—¿Y quién iba a zé, Mendugo?
—No me llamo Mendugro y las ranas no hablan.
—Poz zi penzaz ezo, máz vale que te zuisidez con una sanahodia, tío. Y date pod secueztado. ¡Al aboddahe!
Le mandé a freír espárragos y me suicidé, pero con un puerro, porque la última zanahoria se la había dado a Merche, la hámster de mi hija. Bueno, la mía. Es decir, que las dos animales son mías.

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