martes, 4 de marzo de 2008

Vivencias ajenas en mi recuerdo

Cuando la noche sucede y seduce al día, las luces se esconden para no molestar.
Es un enamoramiento que ocurre todos los días, perpetuo, como la muerte.
Morir en brazos de la amada, si hay que morir, es el mejor momento para ello, para ser inmortal.
No importa nada, no importa nadie. Tan solo el deseo de penetrar en la otra persona.
Es el éxtasis de una lírica cotidiana, y en él mueren también las sombras.
Es el momento en el que las siluetas reinan sobre los colores.
Se emancipa el silencio y cada cual, sin contar a todos, busca su descanso, porque, otros, los más silenciosos, identifican presas, su alimento.
Si las nubes, escultoras de día, no extienden su manto gris, las estrellas nos vigilan con ojos que ponemos en caras enamoradas.
El viento, en conversación con las hojas y las altas yerbas, nos susurra miedos que los niños buscan en cuentos de viejos, abrazados a sus madres, seguros de que la historia ocurrió. Abrigados, porque no hay mejor calor que el de las entrañas.
Se azuza el último fuego mientras el sueño lanza amarras.
No son vivencias mías, pero las recuerdo.
Son hechos sucedidos y simples que me unen al ayer tanto como al futuro, que me hacen desear que ese otro mañana muera para que los pájaros sigan cantando y nuestro huerto, con su verde árbol, platique asuntos de agua con el pozo blanco (1); porque morir es vivir siempre el mismo segundo, sentimiento que mi razón encuentra irónico.
.
.
.

(1) El Viaje Definitivo, Juan Ramón Jiménez.

No hay comentarios: