Érase una vez una familia de cerdos, compuesta de padres y tres hijos. Viendo los hijos, en principio, cómo vivían los padres —a cuerpo de rey— no se preocuparon de su futuro. Pasó el tiempo y viendo como los vecinos eran sacrificados en aras de la subsistencia humana se acojonaron un poco, pero, viendo peligrar las barbas de sus vecinos, no quisieron poner a remojo las suyas. Sus padres, ya ancianos, no habían dejado pasar un día sin recordar a sus maduros retoños, que abandonaran la porqueriza y la granja. Al final, con el sacrificio de un primo, los tres cerditos, convertidos en tres hermosos marranos, abandonaron con nocturnidad la casa familiar, y, bajo la luz de la luna, huyeron con los bolsillos vacíos. Ya en la ciudad, consiguieron trabajos precarios que les permitieron construir tres chabolas en un barrio marginal. El botellón y la vida disoluta hicieron presa en los dos menores. El tercero, más previsor, se puso a régimen y no salió un solo fin de semana; tampoco se compró una tele de plasma, ni siquiera un móvil. De tal suerte que invirtió en ladrillos, tejas y cemento, y los fines de semana se dedicó a mejorar su chamizo. Sus hermanos se reían de él cuando volvían de correrse la juerga, y éste no se mordía las uñas porque no llegaba. Lo que sí llegó fue un lobo en forma de viento huracanado. Como te puedes imaginar, las dos chabolas no resistieron el envite del aire, pero la sólida casa del mayor aguantó hasta que llegó la orden del juez para que se desalojara. Ahora viven los tres de los fondos sociales de la Comunidad Autónoma, hasta que llegue la orden de ser repatriados a la granja. Ser cerdo es lo que tiene.
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