martes, 4 de marzo de 2008

Una gota en cuento

Últimamente veo poco al verdadero Mendrugo.
A pesar de haberle recluido en dos novelas y algunos cuentos, el personaje sigue por ahí, con un deambular que solo es accesible para las conciencias.
Jamás me ha echado en cara haberle enlatado, pero sé que se siente más a su gusto recorriendo imaginaciones y sueños, inocencias y cotidianidades infantiles.
Llega, se instala en mi cabeza y me hace ver todo más fácil, más asequible. Su acostumbrada tranquilidad y bonhomía reducen mis pulsaciones, y resucitan esperanzas que creía muertas.
La verdad es que no viene por propia voluntad, más bien le obligo a visitarme.
Quizá, quien no le conozca, piense que Mendrugo es un sueño recurrente, una isla en la que desembarcar excesos y faltas, y llenar las bodegas de ilusiones a consumir mientras duren. Acaso sea éso, un subterfugio. Acaso sea quien mejor me hace sentir conmigo mismo.
Siempre me cuenta un cuento. Lo hace justo en el momento en el que recupero aquel niño que fui, aquel crío del que sólo me diferencio por la pérdida de las ganas de jugar que antes me llenaban por completo, y que hoy sólo me vienen cuando estoy con otros niños. El de ayer se refiere a… Pero, mejor que lo leas, los cuentos tienen muchas lecturas. Y a cada cual, la suya.
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Érase una vez una gota de agua, inquieta, esférica, embarazada de mil y un microorganismos. Incapaz de moverse por sí sola, aprovechó una ráfaga de viento y una pendiente, y cambió de lugar. El que ocupaba pronto sería ganado por el Sol, aliado cuando se sentía acompañada, y enemigo cuando estaba sola. Así, Aigua la gota, acabó sobre un azahar, flor a la que se asomó una mariquita. El coleóptero sorbió y la gota adelgazó. Luego, una mariposa se posó sobre la blanca flor, y como quiera que Aigua estaba dormida y relajada sobre las anteras de la margarita, la mariposa rompió la bolsita de polen y ella, Aigua, ayudó a llevar el polvo macho al ovario de la flor. Nuestra protagonista volvió a ser ingrávida. El Sol la devolvería al cielo, y al azahar transformaría en fruto cuando Aigua volviera a la Tierra emparentada con una cohorte de congéneres. La gota había perdido su identidad, ya no era una unidad, sino que formaba parte de un todo relativo con una conciencia definida. Después, esa conciencia fue lágrima, el peor de los destinos cuando brota del dolor. Más tarde, refrigerante de un motor. Y hasta llegó a ser reina de una exposición universal. Pasó por estado sólido dentro de un congelador y terminó navegando por un río en compañía de detritus y residuos que aceleraron su desaparición. La vida de una gota de agua, que fuera inmortal, hoy comparte el destino del ser humano. Pero, el cuento no acaba mal, porque como dijo un niño, profesor de Literatura en apariencia sesudo, mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera (1)”.

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Él y yo, los dos mendrugos, creemos firmemente en ese tipo de milagros, y no en los que se cuelgan a alguien, y menos en los que se achacan a las divinidades que parecen habernos soltado de la mano, si es que alguna vez nos la asieron.

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(1) A un olmo seco, Antonio Machado.

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