Cuando uno, simple y humilde, se da cuenta que poco puede hacer ante una situación personal ajena, que le incumbe porque ver triste (no alegre) a una seudo-amiga (porque la condición de macho y hembra nos hace enfocar la vida de manera diferente) no puede por menos que guardarse las ganas de subirse a Rocinante y echarse al monte a deshacer tuertos desconocidos. Aun a riesgo de meterme donde no me llaman (ya lo he hecho con un SMS tan forzado como sincero) quiero decirle a esa persona que lo más que está en mi mano es presentarle mi cariño. Pero el cariño no cuesta, y Rocinante, a pesar de su condición, me sigue llamando desde el interior de mi cuadra. Por eso, y por otras cosas que alargarían el discurso, me propongo publicar en este blog unas reflexiones que jamás hubiera compartido con nadie (nadie, no como figura retórica, sino como concepto absoluto). Como ello me cuesta, me obliga a hacer un esfuerzo contra mi voluntad, tengo disculpa para no montar al rocín y calmarle. Me demuestro con ello, que si bien me siento impotente, también quiero servir para algo más que para pasar una velada agradable. Advertir, si acaso, que el texto que sigue es largo, y quizás no le interese a nadie. Pero como ya he dicho, lo que quiero hacer notorio, en este caso, no es lo que escribo, sino que lo saco a plaza. Me desnudo por ti, mujer luchadora.
....
Luchar cincuenta años por ser congruente y no conseguirlo no es triste, solamente confirma mi cabezonería.
Recordar aquel niño del que me siento una extensión, luchando entre la fe, que me inculcaban a golpes de miedo, y mi propia evolución me pone un nudo en la garganta. Como aquel otro de tela que me quité por sentirme partícipe de unos ideales que quedaron caducos porque otros los abandonaron, porque aquel contra el que se luchaba dejó de oponer resistencia.
Conseguida por otros la democracia (que no es sinónimo de libertad y que yo nunca busqué), me encuentro aislado, como todos, entre los vaivenes de los partidos políticos, entre las tenazas del poder. Ante esos poderes, que cambian menos que el hambre de dueño, uno se miente incluso confundiendo su propia tristeza o dejadez con la inoperancia. No caer en la cuenta de que, por motivos humanos, perteneces a una serie de grupos, pudiera ser un error si no adviertes que, en muchas ocasiones no fue tu elección (yo ni siquiera sé porqué soy del Real Madrid; la herencia genética no actúa en estos casos, mi padre era del Atleti). Por eso ser español o madrileño o chamberilero no es un orgullo, sino una circunstancia que me acerca a los demás españoles, madrileños y chamberileros.
Soy amigo de supuestos, los hombres me vienen grandes, y las mujeres ni te cuento. Volver a los diez años tampoco explicaría la amistad. Quieres estar en la calle con los amigos, en vez de estudiando; es lo suyo, lo que tiene sentido. En definitiva y en algunas ocasiones, hacemos lo que hacemos para no hacer otra cosa. Nos divertimos (o tratamos de) para no aburrirnos. Trabajamos, nos ganamos la vida para no perderla; vemos fútbol por no ver en la tele un reality show. Elegimos, generalmente, entre lo que nos ofrecen, cuando deberíamos elegir entre lo que nos importa.
Siempre he tirado para delante por inercia, por sentido común, por instinto y por no estarme quieto esperando. Me conozco poco, y lo poco que me conozco se lo debo a los demás. Nunca he aceptado las reglas del juego, pero siempre he jugado limpio, dentro de los límites que esas reglas delimitan. Las trampas se han reducido a las que yo mismo me he hecho. Pero cuando he jugado en mi propio campo, no he podido (ni he querido) ponerle puertas.
Sentirse padre es sentirse colmado, dueño de un futuro que no te corresponde, de un mañana que te trasciende. Sabes que la melodía que compones se ajusta a un compás con la que no será interpretada. Sentirte responsable, cuando lo piensas, de otras vidas es lo mejor y lo peor por lo que una persona puede pasar. A nuestra forma, todos defendemos la vida, pero no nos ponemos de acuerdo en qué significa. En los sustantivos coincidimos, pero al adjetivar se producen las diferencias, los gustos y los pareceres. Cuando el futuro se va materializando a una velocidad que ya notas día a día, no es que mires atrás, es que mirar hacia otro lado permite idealizar el presente. Acomodado ya en una vida con todos los gastos pagados, y debiendo lo mínimo, parece que mi creatividad se alimenta. Esconderte para que no te den es una postura aparentemente cobarde, pero sirve para sobrevivir. Aunque, a veces, por mucho que te escondas te llevas lo tuyo. Y eso es lo que proyectas en tus hijos, si los tienes. “Te van a dar más que a una estera, chaval o chavala”. Luego, lo que has de transmitir es capacidad para sobreponerse, eso y no vender un pegamento que no va a servir para mantenerte unido a la silla de montar.
Ahora, que ya no puedo retornar a los brazos de mi madre (el puente se ha roto), que la historia se culmina una vez más, los recuerdos ya no me sirven. Sólo hay presente. Un presente vasto y eterno. (¡Madre mía, lo que he influido en los demás!) . Lo de menos es estar equivocado, haber errado, lo que está de más es acertar. Y no acierto a encontrar las teclas que no desafinen. Bien es verdad que con frecuencia la canción suena a disco de oro.
La falta de ambición te reserva un camino monótono, sordo. La estridencia, el ritmo no funcionan cuando bailas solo. Recorrer las letras del breviario que has escrito sin proponértelo es recurrente, sirve, pero para escasos dos pasos; al tercero hay que inventar, forjar de nuevo el camino, una senda que nunca será tuya, porque únicamente se poseen los sueños.
A resultas de vivir se configura una imagen que, a duras penas, se semeja a la que tú pretendes. A resultas de vivir se construye una prisión en la que, unos por sobredosis y otros por inanición, todos nos suicidamos. Cumplir una promesa no tiene mérito, hacerla es lo que cuenta. El enunciado de todo problema contiene y esconde la respuesta. Así de rotundo, así de dogmático. Siempre puedes contestarte a una pregunta con otra, y así componer una cadena con la que fijarte a la inmovilidad. Deberíamos hacer más por nosotros mismos. En los dos sentidos. Acudir al vecino a por una pizca de sal debería ser un recurso, porque mejor que salar es condimentar. Al fin y a la postre, el guiso nos lo vamos a comer nosotros.
Está claro (?) que busco en estas líneas comprenderme, pero no menos quejarme de quien siempre me acompaña. A ti, abogado del diablo, te hablo. A ti que todo lo criticas. A ti, que eres capaz de lo peor y de lo mejor. A ti, que con tus limitaciones me limitas. A ti, que agazapado entre mis dudas siempre quieres tener razón. A ti, que roto en dos mitades irreconciliables, no me perdonas ni una; desde la barrera, o a toro pasado, se ve mejor la corrida.
He descubierto una nueva soledad. Aquella que sientes cuando te dejas caer. Siempre se está solo en la caída, por egoísmo propio o ajeno. Todos se apartan (o los apartas). Es como un efecto de vista. Parece que los demás suben, pero eres tú el que baja. Hay quien se aparta simplemente, quien huye despavorido y a quien tienes que empujar. Después todo vuelve a la normalidad. La caída se frena y el golpe parece acercar a quien se alejaba.
Escribir, bendita capacidad humana. Habríamos de escribirnos más cartas, y no digo unos a otros. Habríamos de hacernos más partícipes de nuestros propios asuntos. No somos solución a nadie. Sí lo somos a nosotros mismos (por eso somos prescindibles). En el otro sentido sí somos apoyo y obstáculo, además de indiferentes.
El tiempo, que creemos pasar, nunca se va. Se incrusta en nuestros poros, en nuestra voz, pergeñando planes. Deteriora articulaciones y engrasa la razón con enfoques inventados por su velocidad. Si no fuera porque no saca beneficio, el tiempo sería el parásito humano por excelencia. Y cuando la situación es de inmovilidad total, de apatía, donde solo cabe el llanto, somos conscientes de cómo se posa en nuestra piel, como embaraza nuestro útero creador. El tiempo es como un polvo que no rellena huecos, como el viento que esculpe vacíos y matices en el rostro de la Tierra. Convive y cohabita con su dueño en una ósmosis perfecta. Es inextricable, imposible de explicar, y, curiosamente, la variable que todo lo explica. Por el contrario, por mantenerse adherido a nuestro ser, es irrecuperable, es de lo poco que ni cuesta ni tiene precio, aunque le comparemos con el oro. Nunca habrá un El Dorado de tiempo, nunca habrá una América de donde traerlo, ni un albañal donde arrojarlo. Nuestro tiempo, como nuestros sueños, nos pertenece, pero, al contrario de éstos, es intransferible. Si acaso una unidad, un pequeño corpúsculo se congela, se pega al papel fotográfico para fijar el ayer, para oficializar el momento. Pero el tiempo no es una suma de unidades, no es una recta compuesta por infinitos puntos. El tiempo es una limitación de los sentidos, un margen de sensaciones que necesitan de él para que ocurran. Y hay muchos tiempos dispares: aquél, el nuestro, el mal o buen tiempo, los tiempos mejores, los tiempos en los que ocurrirán las mismas cosas, el pasado, el presente, el futuro, el tiempo de vivir, el de sentar la cabeza, el acumulado, la edad, etc. Sólo él hace cambiar. Somos meros espectadores de su silencio, de su continua llegada. El movimiento constante no se creará mientras no se domine el tiempo. Él es el carburante, la energía. Nada es tan sutil ni tan efectivo. El agua necesita tiempo, el aceite necesita tiempo, la creación necesitó de tiempo; unos dicen que siete días, otros opinan que miles de eones. Es tan silencioso y tangible como las arrugas de la piel. Sin él, la fuerza, la potencia, la velocidad, el calor o el frío tienen sentido (sólo aquello que perdura lo tiene). Ni siquiera Dios, porque la eternidad se me hace añicos entre las manos sin su presencia. ¿Será él el dios que todo lo ve, que todo lo puede? ¿Será la paciencia la mejor virtud o la mejor herramienta para tallarlo? Hasta en el lenguaje se disimula, se viste de siempre y de nunca, de ya llegará y de historia. Y siempre es presente. Tiene la capacidad de la omnipresencia, de la ubicuidad, de la estanqueidad y de la volatilidad. Es una veta inagotable. Es más, cuanto más sacas más queda por extraer. Es fuente inagotable que agota vidas, siglos, milenios, eones. Se lo traga todo, hasta nuestros errores. El poeta lo definió (interpreto) como el canto de los pájaros en el instante siguiente a nuestra muerte. Solo la inocencia parece detenerlo, por eso la ataca, la vence fungiendo de experiencia, de crecimiento físico y mental. Una vez que la agota sigue su curso como un río que nunca desembocará en un más allá, más allá que él mismo define para no dar explicaciones. Cualquier tiempo aboca en otro. Cualquier tiempo es inmortal. Por todo ello respeto mi tiempo.
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Luchar cincuenta años por ser congruente y no conseguirlo no es triste, solamente confirma mi cabezonería.
Recordar aquel niño del que me siento una extensión, luchando entre la fe, que me inculcaban a golpes de miedo, y mi propia evolución me pone un nudo en la garganta. Como aquel otro de tela que me quité por sentirme partícipe de unos ideales que quedaron caducos porque otros los abandonaron, porque aquel contra el que se luchaba dejó de oponer resistencia.
Conseguida por otros la democracia (que no es sinónimo de libertad y que yo nunca busqué), me encuentro aislado, como todos, entre los vaivenes de los partidos políticos, entre las tenazas del poder. Ante esos poderes, que cambian menos que el hambre de dueño, uno se miente incluso confundiendo su propia tristeza o dejadez con la inoperancia. No caer en la cuenta de que, por motivos humanos, perteneces a una serie de grupos, pudiera ser un error si no adviertes que, en muchas ocasiones no fue tu elección (yo ni siquiera sé porqué soy del Real Madrid; la herencia genética no actúa en estos casos, mi padre era del Atleti). Por eso ser español o madrileño o chamberilero no es un orgullo, sino una circunstancia que me acerca a los demás españoles, madrileños y chamberileros.
Soy amigo de supuestos, los hombres me vienen grandes, y las mujeres ni te cuento. Volver a los diez años tampoco explicaría la amistad. Quieres estar en la calle con los amigos, en vez de estudiando; es lo suyo, lo que tiene sentido. En definitiva y en algunas ocasiones, hacemos lo que hacemos para no hacer otra cosa. Nos divertimos (o tratamos de) para no aburrirnos. Trabajamos, nos ganamos la vida para no perderla; vemos fútbol por no ver en la tele un reality show. Elegimos, generalmente, entre lo que nos ofrecen, cuando deberíamos elegir entre lo que nos importa.
Siempre he tirado para delante por inercia, por sentido común, por instinto y por no estarme quieto esperando. Me conozco poco, y lo poco que me conozco se lo debo a los demás. Nunca he aceptado las reglas del juego, pero siempre he jugado limpio, dentro de los límites que esas reglas delimitan. Las trampas se han reducido a las que yo mismo me he hecho. Pero cuando he jugado en mi propio campo, no he podido (ni he querido) ponerle puertas.
Sentirse padre es sentirse colmado, dueño de un futuro que no te corresponde, de un mañana que te trasciende. Sabes que la melodía que compones se ajusta a un compás con la que no será interpretada. Sentirte responsable, cuando lo piensas, de otras vidas es lo mejor y lo peor por lo que una persona puede pasar. A nuestra forma, todos defendemos la vida, pero no nos ponemos de acuerdo en qué significa. En los sustantivos coincidimos, pero al adjetivar se producen las diferencias, los gustos y los pareceres. Cuando el futuro se va materializando a una velocidad que ya notas día a día, no es que mires atrás, es que mirar hacia otro lado permite idealizar el presente. Acomodado ya en una vida con todos los gastos pagados, y debiendo lo mínimo, parece que mi creatividad se alimenta. Esconderte para que no te den es una postura aparentemente cobarde, pero sirve para sobrevivir. Aunque, a veces, por mucho que te escondas te llevas lo tuyo. Y eso es lo que proyectas en tus hijos, si los tienes. “Te van a dar más que a una estera, chaval o chavala”. Luego, lo que has de transmitir es capacidad para sobreponerse, eso y no vender un pegamento que no va a servir para mantenerte unido a la silla de montar.
Ahora, que ya no puedo retornar a los brazos de mi madre (el puente se ha roto), que la historia se culmina una vez más, los recuerdos ya no me sirven. Sólo hay presente. Un presente vasto y eterno. (¡Madre mía, lo que he influido en los demás!) . Lo de menos es estar equivocado, haber errado, lo que está de más es acertar. Y no acierto a encontrar las teclas que no desafinen. Bien es verdad que con frecuencia la canción suena a disco de oro.
La falta de ambición te reserva un camino monótono, sordo. La estridencia, el ritmo no funcionan cuando bailas solo. Recorrer las letras del breviario que has escrito sin proponértelo es recurrente, sirve, pero para escasos dos pasos; al tercero hay que inventar, forjar de nuevo el camino, una senda que nunca será tuya, porque únicamente se poseen los sueños.
A resultas de vivir se configura una imagen que, a duras penas, se semeja a la que tú pretendes. A resultas de vivir se construye una prisión en la que, unos por sobredosis y otros por inanición, todos nos suicidamos. Cumplir una promesa no tiene mérito, hacerla es lo que cuenta. El enunciado de todo problema contiene y esconde la respuesta. Así de rotundo, así de dogmático. Siempre puedes contestarte a una pregunta con otra, y así componer una cadena con la que fijarte a la inmovilidad. Deberíamos hacer más por nosotros mismos. En los dos sentidos. Acudir al vecino a por una pizca de sal debería ser un recurso, porque mejor que salar es condimentar. Al fin y a la postre, el guiso nos lo vamos a comer nosotros.
Está claro (?) que busco en estas líneas comprenderme, pero no menos quejarme de quien siempre me acompaña. A ti, abogado del diablo, te hablo. A ti que todo lo criticas. A ti, que eres capaz de lo peor y de lo mejor. A ti, que con tus limitaciones me limitas. A ti, que agazapado entre mis dudas siempre quieres tener razón. A ti, que roto en dos mitades irreconciliables, no me perdonas ni una; desde la barrera, o a toro pasado, se ve mejor la corrida.
He descubierto una nueva soledad. Aquella que sientes cuando te dejas caer. Siempre se está solo en la caída, por egoísmo propio o ajeno. Todos se apartan (o los apartas). Es como un efecto de vista. Parece que los demás suben, pero eres tú el que baja. Hay quien se aparta simplemente, quien huye despavorido y a quien tienes que empujar. Después todo vuelve a la normalidad. La caída se frena y el golpe parece acercar a quien se alejaba.
Escribir, bendita capacidad humana. Habríamos de escribirnos más cartas, y no digo unos a otros. Habríamos de hacernos más partícipes de nuestros propios asuntos. No somos solución a nadie. Sí lo somos a nosotros mismos (por eso somos prescindibles). En el otro sentido sí somos apoyo y obstáculo, además de indiferentes.
El tiempo, que creemos pasar, nunca se va. Se incrusta en nuestros poros, en nuestra voz, pergeñando planes. Deteriora articulaciones y engrasa la razón con enfoques inventados por su velocidad. Si no fuera porque no saca beneficio, el tiempo sería el parásito humano por excelencia. Y cuando la situación es de inmovilidad total, de apatía, donde solo cabe el llanto, somos conscientes de cómo se posa en nuestra piel, como embaraza nuestro útero creador. El tiempo es como un polvo que no rellena huecos, como el viento que esculpe vacíos y matices en el rostro de la Tierra. Convive y cohabita con su dueño en una ósmosis perfecta. Es inextricable, imposible de explicar, y, curiosamente, la variable que todo lo explica. Por el contrario, por mantenerse adherido a nuestro ser, es irrecuperable, es de lo poco que ni cuesta ni tiene precio, aunque le comparemos con el oro. Nunca habrá un El Dorado de tiempo, nunca habrá una América de donde traerlo, ni un albañal donde arrojarlo. Nuestro tiempo, como nuestros sueños, nos pertenece, pero, al contrario de éstos, es intransferible. Si acaso una unidad, un pequeño corpúsculo se congela, se pega al papel fotográfico para fijar el ayer, para oficializar el momento. Pero el tiempo no es una suma de unidades, no es una recta compuesta por infinitos puntos. El tiempo es una limitación de los sentidos, un margen de sensaciones que necesitan de él para que ocurran. Y hay muchos tiempos dispares: aquél, el nuestro, el mal o buen tiempo, los tiempos mejores, los tiempos en los que ocurrirán las mismas cosas, el pasado, el presente, el futuro, el tiempo de vivir, el de sentar la cabeza, el acumulado, la edad, etc. Sólo él hace cambiar. Somos meros espectadores de su silencio, de su continua llegada. El movimiento constante no se creará mientras no se domine el tiempo. Él es el carburante, la energía. Nada es tan sutil ni tan efectivo. El agua necesita tiempo, el aceite necesita tiempo, la creación necesitó de tiempo; unos dicen que siete días, otros opinan que miles de eones. Es tan silencioso y tangible como las arrugas de la piel. Sin él, la fuerza, la potencia, la velocidad, el calor o el frío tienen sentido (sólo aquello que perdura lo tiene). Ni siquiera Dios, porque la eternidad se me hace añicos entre las manos sin su presencia. ¿Será él el dios que todo lo ve, que todo lo puede? ¿Será la paciencia la mejor virtud o la mejor herramienta para tallarlo? Hasta en el lenguaje se disimula, se viste de siempre y de nunca, de ya llegará y de historia. Y siempre es presente. Tiene la capacidad de la omnipresencia, de la ubicuidad, de la estanqueidad y de la volatilidad. Es una veta inagotable. Es más, cuanto más sacas más queda por extraer. Es fuente inagotable que agota vidas, siglos, milenios, eones. Se lo traga todo, hasta nuestros errores. El poeta lo definió (interpreto) como el canto de los pájaros en el instante siguiente a nuestra muerte. Solo la inocencia parece detenerlo, por eso la ataca, la vence fungiendo de experiencia, de crecimiento físico y mental. Una vez que la agota sigue su curso como un río que nunca desembocará en un más allá, más allá que él mismo define para no dar explicaciones. Cualquier tiempo aboca en otro. Cualquier tiempo es inmortal. Por todo ello respeto mi tiempo.
2 comentarios:
Aludido por las referencias, me hago cargo de las quejas.
Y te agradezco haber escrito esto; es curioso tener (o por lo menos creer que lo tienes) una bola de cristal con la que ir viendo, aunque sea borroso, qué hay por delante.
Y lo de bola de cristal no iba con segundas.
En lo que se refiere a vosotros (Jerusalem y tú) la realidad supera a lo no esperado. Sin pretenderlo sois mis grandes maestros (alguien que enseña). Ya sé que siempre digo lo mismo, pero tú me quitaste la falsa vergüenza, la necesidad de aparentar lo que otros me demandaban. Hacer el "ridículo" por la calle contigo fue una liberación. Un niño justifica cualquier juego, cualquier jilipollez que hagas en aras de una sonrisa, y más si es tu hijo. Jerusalem, y esto es la primera vez que lo expreso en público, me ha enseñado, por ejemplo, a conjugar el quiero ser con el soy. Gracias a ti por contestar al ladrillo. Gracias a los dos.
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