martes, 13 de noviembre de 2007

1808 y sin novedad

Mendrugo, al ver al soldado francés amartillar el mosquetón y echárselo al hombro, se interpuso entre el cañón y la garganta de Manuela. Era consciente de que no podía detener la bala. De que el plomo solo podría hacerle daño si llegaba al joven cuerpo de la quinceañera. Y fue lo que ocurrió. Lo último en caer al suelo fueron las tijeras que la moza enarbolaba en aras de su libertad. Los franceses ni le vieron. Ni durante el altercado inicial, ni cuando llegó el teniente y su pelotón. Manuela, mostoleña, daría su vida y su nombre a un barrio de Madrid. Mendrugo, desconsolado, con un miembro menos, recogería las tijeras del suelo, junto a su alegría, y seguiría camino por la calle de San Bernardo sin olvidar jamás lo aprendido y lo ilógico: que la libertad tiene un precio que a veces dan ganas de no pagar. Mil ochocientos ocho, y todo seguía igual.

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