A Mendrugo, las conversaciones que mantenía con aquel niño, que siempre sería analfabeto, le impresionaban.
..... Mohamed, que nacería huérfano de padre, perdería también a su madre a la edad de seis años. Ya de vuelta a La Meca fue tutelado dos años por su abuelo Abd al-Muttalib, y después de la muerte de éste, sería su tío Abu-Talib el que se hiciera cargo de él. Todos esos acontecimientos, como en cualquier otra vida, cambiarían el rumbo de la de Mohamed.
Mendrugo, a pesar del entorno hostil (vivir entre una tribu beduina no es nada fácil pero fortalecía el cuerpo y el espíritu), confiaba en que un día, ayudado por Halima, la aya de niño, conseguiría enseñarle a leer y a escribir. Pero el retiro durante los primeros meses de vida en el desierto fue sucedido por la larga convalecencia de su madre, y a pesar de ser criado en un entorno rico y acomodado, Mohamed nunca sentiría la más mínima necesidad de aprender a expresarse con la pluma, ni a entender aquello que aparecía escrito en la piedra o en el hueso.
..... En cambio, desarrolló un interés poco común por escuchar.
..... Sabido es que las gentes árabes gustan de las charlas en corrillo, de la comunicación oral. Cada y cuando que podía, el pequeño Mohamed se infiltraba entre los amigos y extranjeros, todos invitados, que llegaban a la casa familiar. Unas veces oculto y otras con el consentimiento de sus mayores, se pasaba tardes enteras escuchando lo que viajeros, comerciantes y vecinos hablaban con su abuelo o con su tío. Incluso después de acompañar a su madre durante trozos de mañanas, en vez de obedecer su orden de dejarla sola con familiares y allegados, gentes que venían a interesarse por su salud y a aliviar su enfermedad, se quedaba y escuchaba sus conversaciones tras la celosía que adornaba la habitación de su madre. Ella lo sabía, pero jamás le reprendió. Su velada presencia le hacía mejor que todas las visitas, pero la ley natural de la hospitalidad la obligaba a guardar las formas, y a agradecer con intimidad y buenas palabras la preocupación que leía en los ojos de quienes se acercaban a su lecho.
..... Mendrugo veía en los ojos del niño una luz especial, mirada que le recordaba la de otro crío, Isa, que había conocido en los Montes de Judea, durante la ocupación romana, y que tanto se parecían. Hasta el extremo que la única y gran diferencia entre uno y otro sería la que aportarían sus interpretadores, sus fieles seguidores.
Aquel brillo de sus oscuros ojos llegaría a convencer a Mendrugo, y le llevaría a aceptar la negativa final que Mohamed arguyó para alejarse de la escritura y de la lectura definitivamente.
..... —Mendrugo, si yo aprendiera esas artes, nunca se entendería el cambio que el mundo sufrirá.
..... En aquellas palabras Mendrugo entendió que, si bien el lenguaje escrito es un tesoro, no es una necesidad, ni un aval para que una persona pase por el mundo sin pena ni gloria.
..... —Otros escribirán la historia. Yo me limitaré a cambiarla.
..... —Sea pues, Mohamed. En mis competencias no cabe ni la prohibición ni la imposición. Mañana marcharé. No tiene sentido poner a tu disposición una biblioteca que jamás usarás. Y aunque el tiempo no me importa, el tuyo es precioso.
..... —Ve a lo tuyo, Mendrugo. Llegará el día en que yo deba ponerme a lo mío. Mientras tanto, que Dios nos ilumine.
..... Mohamed, que nacería huérfano de padre, perdería también a su madre a la edad de seis años. Ya de vuelta a La Meca fue tutelado dos años por su abuelo Abd al-Muttalib, y después de la muerte de éste, sería su tío Abu-Talib el que se hiciera cargo de él. Todos esos acontecimientos, como en cualquier otra vida, cambiarían el rumbo de la de Mohamed.
Mendrugo, a pesar del entorno hostil (vivir entre una tribu beduina no es nada fácil pero fortalecía el cuerpo y el espíritu), confiaba en que un día, ayudado por Halima, la aya de niño, conseguiría enseñarle a leer y a escribir. Pero el retiro durante los primeros meses de vida en el desierto fue sucedido por la larga convalecencia de su madre, y a pesar de ser criado en un entorno rico y acomodado, Mohamed nunca sentiría la más mínima necesidad de aprender a expresarse con la pluma, ni a entender aquello que aparecía escrito en la piedra o en el hueso.
..... En cambio, desarrolló un interés poco común por escuchar.
..... Sabido es que las gentes árabes gustan de las charlas en corrillo, de la comunicación oral. Cada y cuando que podía, el pequeño Mohamed se infiltraba entre los amigos y extranjeros, todos invitados, que llegaban a la casa familiar. Unas veces oculto y otras con el consentimiento de sus mayores, se pasaba tardes enteras escuchando lo que viajeros, comerciantes y vecinos hablaban con su abuelo o con su tío. Incluso después de acompañar a su madre durante trozos de mañanas, en vez de obedecer su orden de dejarla sola con familiares y allegados, gentes que venían a interesarse por su salud y a aliviar su enfermedad, se quedaba y escuchaba sus conversaciones tras la celosía que adornaba la habitación de su madre. Ella lo sabía, pero jamás le reprendió. Su velada presencia le hacía mejor que todas las visitas, pero la ley natural de la hospitalidad la obligaba a guardar las formas, y a agradecer con intimidad y buenas palabras la preocupación que leía en los ojos de quienes se acercaban a su lecho.
..... Mendrugo veía en los ojos del niño una luz especial, mirada que le recordaba la de otro crío, Isa, que había conocido en los Montes de Judea, durante la ocupación romana, y que tanto se parecían. Hasta el extremo que la única y gran diferencia entre uno y otro sería la que aportarían sus interpretadores, sus fieles seguidores.
Aquel brillo de sus oscuros ojos llegaría a convencer a Mendrugo, y le llevaría a aceptar la negativa final que Mohamed arguyó para alejarse de la escritura y de la lectura definitivamente.
..... —Mendrugo, si yo aprendiera esas artes, nunca se entendería el cambio que el mundo sufrirá.
..... En aquellas palabras Mendrugo entendió que, si bien el lenguaje escrito es un tesoro, no es una necesidad, ni un aval para que una persona pase por el mundo sin pena ni gloria.
..... —Otros escribirán la historia. Yo me limitaré a cambiarla.
..... —Sea pues, Mohamed. En mis competencias no cabe ni la prohibición ni la imposición. Mañana marcharé. No tiene sentido poner a tu disposición una biblioteca que jamás usarás. Y aunque el tiempo no me importa, el tuyo es precioso.
..... —Ve a lo tuyo, Mendrugo. Llegará el día en que yo deba ponerme a lo mío. Mientras tanto, que Dios nos ilumine.
..... —No quiero faltaros, ni a Él ni a ti, pero a mí ya me alumbra la luz de toda la inocencia, incluso la tuya. Pero, si tú lo deseas, nunca sobra un candil de más cuando las luces interiores se apagan.
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