La Navidad, después de cincuenta y dos vividas y cuarenta y cinco recordadas, la adivino famélica, deteriorada. Ya, ni me molesta que llegue. Fue, hace ya tiempo, la primera vez que comí pollo, fue cuando me estrené con el anís y la sidra (achampañada decíamos). Antes, los juguetes (cuatro o cinco en toda una infancia) me quitaron el sueño; más tarde fue el poder estar una noche sin dormir y fuera de casa, no haciendo nada. Y después la novia y el ferviente deseo de estar juntos, al menos una noche, aunque fuera vieja. Antes en Nochebuena no se salía, era una fiesta familiar (sigue siéndolo), exclusivamente familiar, y, además, la tele (para quien la podía ver) era una novedad. Otra que ha perdido comba. Casado nunca celebré estas fiestas. Eso sí, mientras mis hijos fueron pequeños pusimos en casa el belén, escenificación que terminaba por llenarse de muñecos de Reyes anteriores. Creo que lo peor en estos casos es no sentir nada, la indiferencia. Oír que un obispo o cardenal va a cenar capón de pata negra ya no duele, ya no mueve a la crítica. ¿No tiene, como cualquier ser humano, derecho a beneficiarse de lo que le rodea? ¿No tiene, como cualquier católico, derecho a celebrar el nacimiento de su Dios? Me ha costado entenderlo, pero hoy lo comprendo. De la misma forma que me entiendo yo, aprovechando de la vida aquello que me ofrece. Si los deseos de Paz y de igualdad se multiplican en estas fechas, también es verdad que cada vez vuelan más altos, más cerca de la estratosfera que de la litosfera; incluso a estos sueños, y a otros de características similares, les tacharía de anoréxicos. ¿Qué ocurriría si un año nos saltáramos estas fiestas? ¿Lo aguantaría Santa Economía? ¿Echaría alguien de menos a Jesusito de mi vida? Ya, en aquellas Navidades, en las primeras que recuerdo, no tenía de nada, pero me sobraba de todo. La Navidad ya no es una causa, es una excusa, es un motivo y una disculpa para olvidar el año pasado, entre cenas con compañeros de trabajo, entre amistades y familiares. Este es el mundo en el que vivo, pero no todos viven en él. Es este el mundo que me gustaría cambiar y por el que no hago nada, excepto reconocerlo. Incluso he reducido el concepto de mundo para separar el otro, el que no tiene (quizá) arreglo, en el que otras personas luchan a diario sin esperar a los faustos ecuménicos. Hoy, la Navidad la viven otros, a su forma (libres son de hacerlo); se lo merecen también, porque también luchan a diario contra el fracaso escolar, el fracaso laboral, el fracaso personal y el fracaso de una sociedad globalizadora que no engloba a todos. Yo, por mi parte, sigo con la secuencia de días normal, con el fracaso del inoperante, del bocazas, del que se queja y no actúa, del que compone canciones sobre la igualdad para diferenciarse económicamente de los demás. También tengo ese derecho. Todos tenemos derechos.
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