Toda su vida con él.
Él, por el contrario, ya había conocido y disfrutado de otras.
No había pasado un solo día sin que le acompañara a comer. Difícil, tal y como se desarrolla la cotidianidad hoy en día, pero verdad.
Sentía gratamente haber echado raíces con él y en él.
En esos momentos ‘espirituales’ en los que ella disfrutaba del recorrido de la punta de su lengua por su cuello, se sentía una reina por un instante, con corona y todo. Eran las ocasiones en que su intimidad era más íntima.
Esas húmedas caricias, sumadas a las que él la dedicaba, con un cepillar cariñoso y ‘sabrosón’, constituyeron, casi a diario, los momentos más placenteros de su existencia. Notar el cepillo, junto a la espuma, y revivir, era todo uno. La ducha posterior también favorecía esas buenas sensaciones.
Durante su rutinario trabajo también había disfrutado lo suyo, a pesar de ser poco creativo. Notar como su granito de arena servía para perfeccionar aquellas bolas, la había llenado de orgullo. Pero, hete aquí, que ese mismo laborar, tan fortalecedor en otros tiempos, había llegado a ser, también, el principio de su cercano fin.
Con los años llegó a tomar ese color característico de chinos y japoneses que, partiendo del blanco, se traduce en amarillento, por lo que los occidentales confunden fisonomías y semblantes. Bien es verdad que, en su caso, no solo se liaban los de occidente, también los orientales caían en el error de tratar a unos por otros y viceversa. La degradación tonal fue paulatina. Sin prisa, mas también sin pausa.
El tabaco, los dulces, la errónea alimentación, esas comidas fuera de casa, ese hurgar de él, tan insistente como molesto, etc., habían hecho mella en su cuerpo. Y llegó lo irremediable: su intervención. Hubieron de vaciarla, con lo que eso conlleva para una hembra. Pero ella siguió allí, como una luz al final del túnel. El de la bata blanca y guantes de látex, quedaría grabado en su memoria a fuego: la anestesia, el forzado sueño, el despertar, con sus palpitaciones…, todo. Incluso aquel ruido característico de la sala de operaciones. Quizá, esos recuerdos barruntaban posteriores problemas ya llegados.
Eso, sí, después de aquello nunca volvería a ser la misma, como es natural por otro lado y como a todos nos hubiera pasado. Lo único positivo fue que los nervios desaparecieron.
Pero tampoco había presumido, en ningún momento, que iba a durar tanto en aquellas condiciones tan antinaturales. Cierto era que nadie había pronunciado la fatídica palabra, el odiado vocablo que comienza por C y que definía a la perfección su enfermedad. Era consciente de que ‘aquello’ la corroía, que terminaría matándola, como a tantos otros y otras. Aquello no tenía remedio…
Jamás se había sentido tan sola. Sus vecinas habían ido desapareciendo: las de arriba, las de enfrente, las más cercanas…, incluso ellas. Sí, ésas a las que siempre la habían unido lazos que parecieron en su momento indisolubles. La inexperiencia distorsiona la visión de nuestro futuro. Solo aguantaban las más lejanas, pero aquellas en las que se apoyaba, hacía mucho que habían desaparecido, produciendo un hueco irreparable a su alrededor. Incluso aquella otra, la más joven, la del juicio, ella también había claudicado. Y había desaparecido, quizá por eso mismo, por haber irrumpido así, jovial y de improviso, pero ocupando un lugar que no le correspondía, como llovida del cielo.
Sabía que no era cuestión de sexo, pero ellos, los unos y los otros, siempre los primeros defensores de las cavernas, habían aguantado mejor. Incluso esos paletos, que al poco murieron, y que curiosamente trajeron felicitaciones y regalos —¿cómo pudo ser?—, fueron sustituidos por estos otros más robustos y más paletos aun si cabe: brutos entre los brutos. Por ello, jamás se había explicado que a ellos se les comparara con perlas y otras joyas, mientras que para ellas sirvieran de referencia tanto los martillos de abatanar, como las muelas de molino. Increíble la diferencia de rasero, insoportable el machismo.
No era momento de comparaciones ni de lamentos sexistas, pero ella, al revés que aquéllos, nunca había abusado de su cuerpo, de sus funciones. Los machotes, como baldones de la rebeldía, habían dado mandobles a diestro y siniestro, sin mirar donde hendían sus aristas. Les había dado igual superficies duras, que finas y largas, que blandas como la miga de pan. Y allí seguían, al frente de aquel buque, como mascarones invertidos, entendiendo lo de invertidos en el sentido de ubicación, jamás de inclinación. Ella no entraba en lo moral, solo en lo material y pragmático.
Era irónico, pero aquella libertad que había empezado con meñiques movimientos, había terminado por cavar su tumba, al alcanzar hoy, casi una total libertad de movimientos. En esta nuestra sociedad, o te mantienes pegada a la poltrona, u otros llegarán que te arrancarán de donde has echado raíces. Eso lo había aprendido tarde, cuando ya todo era irreversible. En la era del plástico o del titanio, en una o en otra —tu poder adquisitivo te ubicará—, todo es reemplazable. Hasta lo más íntimo y natural. Todo se imita, todo se sustituye. Y tú a la calle, o lo que es peor, a la puta mierda. Lo que hayas aportado, tu esfuerzo, tu bien hacer, tu historia en definitiva, y la de los otros, a lo más que te da derecho es a acabar en una caja. Y eso, si tienes suerte, porque otros acabarán, como ella pensaba que le iba a pasar, en los estercoleros, eso sí, especializados. Aquí se especializa hasta el especial cuidado con el que te desprecian. En, fin, ser consciente de esta situación, tan desagradable como cuando masticas tierra entre pequeños moluscos, no es que la ayudara, pero la hacía comprender, al menos, que todo tiene su fin. Nada de lo terrenal es perdurable; ni los elementos más duros. Nada se resiste a lo que miden los relojes. Así, decidió aceptar su final: con dignidad y sabiendo que, en estos casos, tus raigones sirven de muy poco. Que fuera lo que él y el dentista quisieran. Tampoco el precio de su extracción iba a ser excesivo. Desaparecería humildemente, como vivió y masticó durante cuarenta largos años.
Él, por el contrario, ya había conocido y disfrutado de otras.
No había pasado un solo día sin que le acompañara a comer. Difícil, tal y como se desarrolla la cotidianidad hoy en día, pero verdad.
Sentía gratamente haber echado raíces con él y en él.
En esos momentos ‘espirituales’ en los que ella disfrutaba del recorrido de la punta de su lengua por su cuello, se sentía una reina por un instante, con corona y todo. Eran las ocasiones en que su intimidad era más íntima.
Esas húmedas caricias, sumadas a las que él la dedicaba, con un cepillar cariñoso y ‘sabrosón’, constituyeron, casi a diario, los momentos más placenteros de su existencia. Notar el cepillo, junto a la espuma, y revivir, era todo uno. La ducha posterior también favorecía esas buenas sensaciones.
Durante su rutinario trabajo también había disfrutado lo suyo, a pesar de ser poco creativo. Notar como su granito de arena servía para perfeccionar aquellas bolas, la había llenado de orgullo. Pero, hete aquí, que ese mismo laborar, tan fortalecedor en otros tiempos, había llegado a ser, también, el principio de su cercano fin.
Con los años llegó a tomar ese color característico de chinos y japoneses que, partiendo del blanco, se traduce en amarillento, por lo que los occidentales confunden fisonomías y semblantes. Bien es verdad que, en su caso, no solo se liaban los de occidente, también los orientales caían en el error de tratar a unos por otros y viceversa. La degradación tonal fue paulatina. Sin prisa, mas también sin pausa.
El tabaco, los dulces, la errónea alimentación, esas comidas fuera de casa, ese hurgar de él, tan insistente como molesto, etc., habían hecho mella en su cuerpo. Y llegó lo irremediable: su intervención. Hubieron de vaciarla, con lo que eso conlleva para una hembra. Pero ella siguió allí, como una luz al final del túnel. El de la bata blanca y guantes de látex, quedaría grabado en su memoria a fuego: la anestesia, el forzado sueño, el despertar, con sus palpitaciones…, todo. Incluso aquel ruido característico de la sala de operaciones. Quizá, esos recuerdos barruntaban posteriores problemas ya llegados.
Eso, sí, después de aquello nunca volvería a ser la misma, como es natural por otro lado y como a todos nos hubiera pasado. Lo único positivo fue que los nervios desaparecieron.
Pero tampoco había presumido, en ningún momento, que iba a durar tanto en aquellas condiciones tan antinaturales. Cierto era que nadie había pronunciado la fatídica palabra, el odiado vocablo que comienza por C y que definía a la perfección su enfermedad. Era consciente de que ‘aquello’ la corroía, que terminaría matándola, como a tantos otros y otras. Aquello no tenía remedio…
Jamás se había sentido tan sola. Sus vecinas habían ido desapareciendo: las de arriba, las de enfrente, las más cercanas…, incluso ellas. Sí, ésas a las que siempre la habían unido lazos que parecieron en su momento indisolubles. La inexperiencia distorsiona la visión de nuestro futuro. Solo aguantaban las más lejanas, pero aquellas en las que se apoyaba, hacía mucho que habían desaparecido, produciendo un hueco irreparable a su alrededor. Incluso aquella otra, la más joven, la del juicio, ella también había claudicado. Y había desaparecido, quizá por eso mismo, por haber irrumpido así, jovial y de improviso, pero ocupando un lugar que no le correspondía, como llovida del cielo.
Sabía que no era cuestión de sexo, pero ellos, los unos y los otros, siempre los primeros defensores de las cavernas, habían aguantado mejor. Incluso esos paletos, que al poco murieron, y que curiosamente trajeron felicitaciones y regalos —¿cómo pudo ser?—, fueron sustituidos por estos otros más robustos y más paletos aun si cabe: brutos entre los brutos. Por ello, jamás se había explicado que a ellos se les comparara con perlas y otras joyas, mientras que para ellas sirvieran de referencia tanto los martillos de abatanar, como las muelas de molino. Increíble la diferencia de rasero, insoportable el machismo.
No era momento de comparaciones ni de lamentos sexistas, pero ella, al revés que aquéllos, nunca había abusado de su cuerpo, de sus funciones. Los machotes, como baldones de la rebeldía, habían dado mandobles a diestro y siniestro, sin mirar donde hendían sus aristas. Les había dado igual superficies duras, que finas y largas, que blandas como la miga de pan. Y allí seguían, al frente de aquel buque, como mascarones invertidos, entendiendo lo de invertidos en el sentido de ubicación, jamás de inclinación. Ella no entraba en lo moral, solo en lo material y pragmático.
Era irónico, pero aquella libertad que había empezado con meñiques movimientos, había terminado por cavar su tumba, al alcanzar hoy, casi una total libertad de movimientos. En esta nuestra sociedad, o te mantienes pegada a la poltrona, u otros llegarán que te arrancarán de donde has echado raíces. Eso lo había aprendido tarde, cuando ya todo era irreversible. En la era del plástico o del titanio, en una o en otra —tu poder adquisitivo te ubicará—, todo es reemplazable. Hasta lo más íntimo y natural. Todo se imita, todo se sustituye. Y tú a la calle, o lo que es peor, a la puta mierda. Lo que hayas aportado, tu esfuerzo, tu bien hacer, tu historia en definitiva, y la de los otros, a lo más que te da derecho es a acabar en una caja. Y eso, si tienes suerte, porque otros acabarán, como ella pensaba que le iba a pasar, en los estercoleros, eso sí, especializados. Aquí se especializa hasta el especial cuidado con el que te desprecian. En, fin, ser consciente de esta situación, tan desagradable como cuando masticas tierra entre pequeños moluscos, no es que la ayudara, pero la hacía comprender, al menos, que todo tiene su fin. Nada de lo terrenal es perdurable; ni los elementos más duros. Nada se resiste a lo que miden los relojes. Así, decidió aceptar su final: con dignidad y sabiendo que, en estos casos, tus raigones sirven de muy poco. Que fuera lo que él y el dentista quisieran. Tampoco el precio de su extracción iba a ser excesivo. Desaparecería humildemente, como vivió y masticó durante cuarenta largos años.
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