Hay sociedades que, sufriendo la violencia en su seno día a día, no sólo la aceptan como cotidiana y se protegen con las mismas armas que la generan, sino que, además, hacen de ella negocio nacional, y la exportan envuelta en celuloide, contenida en cintas de video o incrustada en el PIB (¿A qué policía salmantino se le pasaría por la cabeza, como primera opción, que el asesino de una niña de dos años fuera su propio padre? ¿Qué director de colegio turolense llegaría a la conclusión, tras confiscar una navaja a un alumno, de que iba a producirse una matanza en su instituto? ¿Qué adolescente lucense tiene miedo de ir a una hamburguesería por si aparece un tarado y se lía a tiros?). De tal guisa, aquellos otros ciudadanos orgullosos de apropiarse del nombre de todo un continente (WE ♥ AMERICA), y que comparten con tantos americanos (¡como si los guatemaltecos no lo fueran!), nos trocan por euros y dignidad las imágenes de una justicia en la que un jurado público protagonista de la serie de turno o del telefilme de moda, hombres y mujeres que son blanco de coacciones y artimañas opuestas a la justicia, debate por obligación llevar a la muerte a un delincuente (que suele ser de raza negra) que, si bien merece algo más que morir, pertenece también al elenco de actores de un circo mediático en el que un solo error en una condena a muerte justifica su abolición. Más les valiera corregir errores que venderlos, y recordar que lo único que en esta humana comedia no tiene solución es la muerte. La propia o la ajena, que aunque no nos dé igual, al fin y al cabo es lo mismo. Y que también vale para el supuesto asesino como para la víctima real.
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