Hace mucho tiempo del nuestro Mendrugo se encontraba en el continente africano. Y otro tanto que compartía con sus moradores sentimientos y trabajos. Allí, en la sabana y como él decía, todo era difícil salvo el convivir. Ningún niño ni niña del poblado sabía leer ni escribir. De hecho, ninguno de estos dos conceptos era conocido todavía. Eran los principios y él no conseguía aportar nada que no fuera ilusión. Mas Mendrugo era capaz de aprender, sobre todo de los demás. Y dotado, como lo estaba, de millones de curiosidades y del doble de piernas sabía y podía andar más que nadie. Y así participó, por primera vez como perseguidor, de una partida de caza. Los enjutos hombres de tez morena así lo decidieron. Y salieron a buscar alimento, carne. Y después de una jornada y media encontraron rastros de un antílope, pisadas que uno de los indígenas interpretó como los de un macho grande.
Fijado el objetivo, comenzó la persecución.
Un kilómetro sucedía a otro. La distancia en aquellas latitudes no se mide en kilómetros ni en millas, se evalúa en cansancio. En este caso Mendrugo lo tenía aprendido. Los niños son quienes lo aprenden todo, igual que los animales. Igual que el antílope que iba por delante. La cacería había empezado con la luz del sol, y ésta ya se estaba agotando. Mendrugo se acercaba al límite de su resistencia física. Sus músculos, endurecidos por el continuo esfuerzo y por el tremendo calor, se quejaban a través del dolor. A él le tocaba correr tras la pieza elegida, terminar de agotarla. Y lo hizo, hasta la extenuación. El tremendo calor convertía el elástico tejido en tiras de cuero reseco. El ambiente fijaba clavos en las articulaciones de las rodillas. Y el agua de los cuernos, que portaba en la mochila que ya no pesaba, se había evaporado a través de los poros de su múltiple cuerpo. Pero delante estaba el alimento, la posibilidad de comer un día más. Y de la misma forma lo vivía el antílope.
A lo largo de la jornada habían perdido su pista en más de una ocasión. Tantas como la habían encontrado. Unas veces por suerte, otras por conocimiento y las más por intuición. Pero todas debidas a la paciencia del que sabe esperar y buscar. Gracias al agua que contuvieron las astas, ahora vacías, sus condiciones físicas eran precariamente mejores que las de su presa. Ella no había tenido ocasión de hidratarse. Él sí, sus perseguidores sí; por dentro y por fuera. Y por ello se iba a cumplir el rito de la caza lejos de un deporte que las armas desnivelan. El suyo, el de estos hombres, era un acto de supervivencia, un encuentro limpio entre un ser vivo y otro en condiciones de igualdad, una lucha por la vida que acabaría en muerte.
Al llegar a la cima de una desnuda colina Mendrugo lo ve. El antílope se ha rendido. Derrengado y tendido sobre sus patas el animal le mira y reconoce a su cazador. Los ojos turbios, la voluntad quebrada, la boca reseca de espumosa saliva. El hilo que le sujeta a la vida se tensa según Mendrugo se acerca. Y ello le acerca más al animal. Mendrugo piensa en la vida que se escapa allí delante, vuelve la cabeza y lo hace en quien le secunda. Y decide. Decide por la vida de sus iguales. La muerte debe engendrar vida, como siempre fue, y que no siempre será.
Mendrugo se llega hasta la bestia.
Se arrodilla.
Ya no hay prisa ni esfuerzo que hacer.
El dolor, la fatiga y la sed nada importan ya. Ni a uno ni a otro. Solo importa la vida del animal que se rinde, de ese animal al que Mendrugo abraza. Y llora. Y agradece su muerte. Reconoce su lucha, la propia y la ajena están en el mismo plano. Los motivos son los mismos, equiparables, homogéneos. De ahí que la armonía no se rompa, que la naturaleza no se encabrite. Lo que Mendrugo siente en sus manos y en sus pechos, al contacto con los estertores de la muerte ajena, se acopla a sus millones de ritmos cardiacos.
Tras un tiempo que no pasa ya no es necesaria la lanza, solo el cuchillo para desollar. Aquella piel vestirá cuerpos desnudos en la época de lluvias. Y llegan los compañeros de partida. Entonan cantos de alabanza. Cantan al antílope, a lo que su muerte les ofrece. Dan gracias a la Tierra. Dan gracias al animal. Y dan gracias a la vida que Mendrugo les ofrece en el cáliz de sus manos. Y todos participan del corazón de su presa, del tuétano de la vida.
Fijado el objetivo, comenzó la persecución.
Un kilómetro sucedía a otro. La distancia en aquellas latitudes no se mide en kilómetros ni en millas, se evalúa en cansancio. En este caso Mendrugo lo tenía aprendido. Los niños son quienes lo aprenden todo, igual que los animales. Igual que el antílope que iba por delante. La cacería había empezado con la luz del sol, y ésta ya se estaba agotando. Mendrugo se acercaba al límite de su resistencia física. Sus músculos, endurecidos por el continuo esfuerzo y por el tremendo calor, se quejaban a través del dolor. A él le tocaba correr tras la pieza elegida, terminar de agotarla. Y lo hizo, hasta la extenuación. El tremendo calor convertía el elástico tejido en tiras de cuero reseco. El ambiente fijaba clavos en las articulaciones de las rodillas. Y el agua de los cuernos, que portaba en la mochila que ya no pesaba, se había evaporado a través de los poros de su múltiple cuerpo. Pero delante estaba el alimento, la posibilidad de comer un día más. Y de la misma forma lo vivía el antílope.
A lo largo de la jornada habían perdido su pista en más de una ocasión. Tantas como la habían encontrado. Unas veces por suerte, otras por conocimiento y las más por intuición. Pero todas debidas a la paciencia del que sabe esperar y buscar. Gracias al agua que contuvieron las astas, ahora vacías, sus condiciones físicas eran precariamente mejores que las de su presa. Ella no había tenido ocasión de hidratarse. Él sí, sus perseguidores sí; por dentro y por fuera. Y por ello se iba a cumplir el rito de la caza lejos de un deporte que las armas desnivelan. El suyo, el de estos hombres, era un acto de supervivencia, un encuentro limpio entre un ser vivo y otro en condiciones de igualdad, una lucha por la vida que acabaría en muerte.
Al llegar a la cima de una desnuda colina Mendrugo lo ve. El antílope se ha rendido. Derrengado y tendido sobre sus patas el animal le mira y reconoce a su cazador. Los ojos turbios, la voluntad quebrada, la boca reseca de espumosa saliva. El hilo que le sujeta a la vida se tensa según Mendrugo se acerca. Y ello le acerca más al animal. Mendrugo piensa en la vida que se escapa allí delante, vuelve la cabeza y lo hace en quien le secunda. Y decide. Decide por la vida de sus iguales. La muerte debe engendrar vida, como siempre fue, y que no siempre será.
Mendrugo se llega hasta la bestia.
Se arrodilla.
Ya no hay prisa ni esfuerzo que hacer.
El dolor, la fatiga y la sed nada importan ya. Ni a uno ni a otro. Solo importa la vida del animal que se rinde, de ese animal al que Mendrugo abraza. Y llora. Y agradece su muerte. Reconoce su lucha, la propia y la ajena están en el mismo plano. Los motivos son los mismos, equiparables, homogéneos. De ahí que la armonía no se rompa, que la naturaleza no se encabrite. Lo que Mendrugo siente en sus manos y en sus pechos, al contacto con los estertores de la muerte ajena, se acopla a sus millones de ritmos cardiacos.
Tras un tiempo que no pasa ya no es necesaria la lanza, solo el cuchillo para desollar. Aquella piel vestirá cuerpos desnudos en la época de lluvias. Y llegan los compañeros de partida. Entonan cantos de alabanza. Cantan al antílope, a lo que su muerte les ofrece. Dan gracias a la Tierra. Dan gracias al animal. Y dan gracias a la vida que Mendrugo les ofrece en el cáliz de sus manos. Y todos participan del corazón de su presa, del tuétano de la vida.