Inicio hoy las andanzas de Mendrugo, personaje de cuyo nombre me he apropiado para reconocerme entre los blogueros. Hay quien opina, que el personaje en cuestión no necesita presentación ni definición. Siendo lo primero largo, y lo segundo complicado, me adhiero a dicha posibilidad con el argumento que también tomo prestado: los lectores, si los hay, irán descubriendo por sí mismos la personalidad y la fisonomía del tal Mendrugo. Si bien, conviene para el saber interpretar los acontecimientos que irán empedrando las andanzas del sano vejete, que Mendrugo no es un mago, aunque a primera vista es lo que puede parecer. Cuando el humor y la inocencia se alían con el día a día, la vida no necesita de magias. Por ello, la primera aventura que ve la luz es ésta. Aquélla que, no siendo la primera, pudiera serlo, porque la vida de Mendrugo es igual vivirla de atrás a delante, que de la frente a los pies, que pillarla por el medio y hacer un ombligo con sus días. Leela si te apetece, que para ti está escrita.
Volvía Alex del cole. Un poco malhumorado por ser el primer día de clase. Y lo hacía solo, porque su amigo y compañero Míguel, aquejado de anginas había tenido la suerte de fumarse la inauguración del curso escolar. Venía con la cabeza ocupada por unos hombres grises que en otro sueño iban ocupando la realidad e iban robando el tiempo de otros y de Momo, otra niña de parecidas características a las suyas. Los botes que obligaba a dar a una pelota de tenis, mecánicos, desobedecían las órdenes maternas de no jugar con ella por la calle. Pero, mientras las madres ven peligro en todo lo que concierne al tráfico rodado, los hijos, hasta los dieciocho años, y no todos, no comparten esta inquietud. Por eso, los botes de la pequeña y llamativa esfera no pararon hasta que uno, estorbado por una falta en el adoquinado de la acera, no devolvió la pelota donde esperaba su dueño. La peluda bola, contradiciendo los deseos y los controles de Alex, acabó dentro del cubo de basura que el bar que quedaba a sus espaldas había medio llenado y sacado a la calle la noche anterior. Tampoco lo habían vaciado los basureros nocturnos, y como quiera que el bar abría después de comer, allí seguía, criticado por el portero de la finca que sufría los comentarios de los vecinos que se quejaban de la situación, ya repetida en más de una ocasión, sobre el mal olor que desprendía el contenedor de deshechos, hedor que se afincaba en el portal y en el hueco de la escalera como un realquilado molesto. Los okupas nunca son bien vistos, y más si no se duchan. El caso es, que entre el árbol, la farola preñada de una papelera y el vehículo aparcado en zona prohibida, el cubo se ocultaba a veces a los ojos de los del camión de la basura. Y así, el mal y caprichoso bote llevó a la pelota de Alex dentro del cubo gris con tapa verde, tatuado en un costado con la palabra “BAR” escrita con rotulador negro. Si la tapa hubiera estado cerrada, quizá los peligros imaginados por Candela se hubieran hecho realidad, pero al tener la boca abierta, el cubo se tragó la bola. «Mierda», pensó Alex que quedó parado ante el contenedor. “Mierda”, dijo una señora que pasaba a su lado, “te vas a encontrar ahí dentro, chaval”. “Ya”, contestó Alex, “pero no me importa. La pelo es mía y la mierda no”. Así que, ni corto ni perezoso, se acercó al cubo y tras asomar la cabeza, a punto estuvo de hacer caso a lo que había querido decir la manola que, con la cabeza girada y una sonrisa en la boca, se alejaba de la escena infantil. “Ganas tienes, diablillo”, fue el último comentario de ésta. Con un “¡Jo, que mal güele”, Alex usó sus dedos de pinzas para la nariz. Y así quedó pensando qué hacer. Pero poco había que discurrir. Si quería la pelota había que vencer el asco. Intentó volcar el cubo, pero entre el volumen y el peso de éste, y la seca advertencia del portero que le observaba (“¡Eh, chico, dejo eso, no lo vuelques. Ni se te ocurra. Además puedes hacerte daño”) abandonó la idea. Intentó saltar y quedar apoyado con la cintura en la arista de la boca del cubo, pero la rémora fue ahora su mochila. «¿Solución?», pensó Alex que, a continuación, se alejó unos pasos del cubo y tomó carrerilla. El segundo intento trajo el éxito, lo que no es axioma. Vio la pelota, y tras un pequeño esfuerzo, llegó a rozarla con la punta de los dedos. “¡Jo, que mal güele aquí dentro!”. Quejándose y alargando el brazo andaba cuando sintió que algo, o alguien, hacía fuerza hacia arriba y desde las suelas de sus deportivas. Intentó doblar las piernas, pero era tarde. El mayor peso de la parte de su cuerpo que estaba dentro del cubo, acrecentado por la ayuda exterior dieron con todo él dentro del cubículo plástico y pestilente. Soltó el canto del cubo que tenía agarrado con la otra mano porque la contorsión, aparte de ser graciosa, le hubiera dislocado el hombro, que se quedó con el dolor. Se olvidó de la pelota y cerró los ojos. Gritó un “¡No!” que el eco repitió varias veces. Alex, aún con los párpados apretados, se vio inmerso en un mar de basura nauseabunda y asquerosa. Cuando, después de aterrizar sobre una mullida alfombra, ni el tacto de plástico pringoso ni el hedor le recibieron, abrió los ojos. El olor que su nariz detectaba se correspondía más con el grato aroma de los churros recién hechos. Abrió más los ojos y distinguió frente a él la parte trasera y baja del cuerpo de Mendrugo, que, frente a lo que parecía una gran tinaja de cobre sobre un cilindro, manipulaba unas varillas de madera en las que iba insertando los morenos frutos de agua y harina.
............—¿Tu no quiere decir que no te apetecen churros, Alex?
............El crío tardó unos segundos en recorrer los alrededores de su culo y en darse cuenta que otra vez las ranas, que se descojonaban de risa saltando sobre la alfombra, habían provocado su entrada en el mundo de Mendrugo. Aquéllas que le habían empujado por los pies, saltaron sobre la gran mesa de cocina y se aprestaron a degustar el desayuno de Mendrugo. Las más limpias, o las más bromistas, se anudaron al cuello trozos de servilletas de papel que habían destrozado en la toma de la mesa. Ante tal algarabía, Mendrugo aconsejó: “Mejor os calláis y os estáis quietecitas, que hay para todas y para todos. Pero con una condición, que cuando vosotras os hartéis os vayáis a dormir a vuestra puerta, y nos dejéis en paz”. El coro de ranas emitió un “croa-croa” que debió ser un sí, porque Mendrugo se dispuso a servir los churros, si bien, antes las advirtió: “Y cuidado no os queméis, que están recién hechos”.
............Alex no salía de su asombro, y eso que ya estaba acostumbrado a las travesuras y glotonería de las ranas multicolores y compañeras de piso de Mendrugo. “Les gustan mucho. Se vuelven locas cuando los hago. Bueno, no, porque ya lo están, pero ya ves como se ponen, Alex. Así da gusto cocinar. ¿Tú no quieres?”. “No”, contestó Alex todavía sentado en la alfombra, “voy a comer ahora”. “Tú mismo”, contestó el vejete. Y tras una breve pausa, añadió: “Yo es que no he madrugado mucho porque ayer, jugando con un diccionario al escondite, se perdió una palabra y no la encontrábamos. Y como era pequeñita, nos dio mucha guerra encontrarla”.
............—¿Qué palabra era?
............—Era y es. Paz. Y lo peor es que, una vez encontrada, y como es tan menuda, volvió a perderse. Y lo tuve que dejar, se nos cerraban los ojos a todos, no fuimos capaces de encontrarla otra vez.
............—Si quieres, yo puedo ayudarte. Cuando a mi madre se le cae algo al suelo y no lo encuentra, me llama. Yo siempre lo veo.
............—Pues esta vez no, pero te lo agradezco, y no quiero que Candela te riña por llegar tarde a comer.
............—¡Es verdad! Si yo tenía que estar ya en casa. Pero, la pelo…
............—La pelo, como tú dices la tienes detrás de ti. Y esta vez da las gracias a todas éstas, si no es por ellas aterrizas sobre un mar de mierda.
............—Gracias, chicas —dijo Alex que recogía su pelota
Volvía Alex del cole. Un poco malhumorado por ser el primer día de clase. Y lo hacía solo, porque su amigo y compañero Míguel, aquejado de anginas había tenido la suerte de fumarse la inauguración del curso escolar. Venía con la cabeza ocupada por unos hombres grises que en otro sueño iban ocupando la realidad e iban robando el tiempo de otros y de Momo, otra niña de parecidas características a las suyas. Los botes que obligaba a dar a una pelota de tenis, mecánicos, desobedecían las órdenes maternas de no jugar con ella por la calle. Pero, mientras las madres ven peligro en todo lo que concierne al tráfico rodado, los hijos, hasta los dieciocho años, y no todos, no comparten esta inquietud. Por eso, los botes de la pequeña y llamativa esfera no pararon hasta que uno, estorbado por una falta en el adoquinado de la acera, no devolvió la pelota donde esperaba su dueño. La peluda bola, contradiciendo los deseos y los controles de Alex, acabó dentro del cubo de basura que el bar que quedaba a sus espaldas había medio llenado y sacado a la calle la noche anterior. Tampoco lo habían vaciado los basureros nocturnos, y como quiera que el bar abría después de comer, allí seguía, criticado por el portero de la finca que sufría los comentarios de los vecinos que se quejaban de la situación, ya repetida en más de una ocasión, sobre el mal olor que desprendía el contenedor de deshechos, hedor que se afincaba en el portal y en el hueco de la escalera como un realquilado molesto. Los okupas nunca son bien vistos, y más si no se duchan. El caso es, que entre el árbol, la farola preñada de una papelera y el vehículo aparcado en zona prohibida, el cubo se ocultaba a veces a los ojos de los del camión de la basura. Y así, el mal y caprichoso bote llevó a la pelota de Alex dentro del cubo gris con tapa verde, tatuado en un costado con la palabra “BAR” escrita con rotulador negro. Si la tapa hubiera estado cerrada, quizá los peligros imaginados por Candela se hubieran hecho realidad, pero al tener la boca abierta, el cubo se tragó la bola. «Mierda», pensó Alex que quedó parado ante el contenedor. “Mierda”, dijo una señora que pasaba a su lado, “te vas a encontrar ahí dentro, chaval”. “Ya”, contestó Alex, “pero no me importa. La pelo es mía y la mierda no”. Así que, ni corto ni perezoso, se acercó al cubo y tras asomar la cabeza, a punto estuvo de hacer caso a lo que había querido decir la manola que, con la cabeza girada y una sonrisa en la boca, se alejaba de la escena infantil. “Ganas tienes, diablillo”, fue el último comentario de ésta. Con un “¡Jo, que mal güele”, Alex usó sus dedos de pinzas para la nariz. Y así quedó pensando qué hacer. Pero poco había que discurrir. Si quería la pelota había que vencer el asco. Intentó volcar el cubo, pero entre el volumen y el peso de éste, y la seca advertencia del portero que le observaba (“¡Eh, chico, dejo eso, no lo vuelques. Ni se te ocurra. Además puedes hacerte daño”) abandonó la idea. Intentó saltar y quedar apoyado con la cintura en la arista de la boca del cubo, pero la rémora fue ahora su mochila. «¿Solución?», pensó Alex que, a continuación, se alejó unos pasos del cubo y tomó carrerilla. El segundo intento trajo el éxito, lo que no es axioma. Vio la pelota, y tras un pequeño esfuerzo, llegó a rozarla con la punta de los dedos. “¡Jo, que mal güele aquí dentro!”. Quejándose y alargando el brazo andaba cuando sintió que algo, o alguien, hacía fuerza hacia arriba y desde las suelas de sus deportivas. Intentó doblar las piernas, pero era tarde. El mayor peso de la parte de su cuerpo que estaba dentro del cubo, acrecentado por la ayuda exterior dieron con todo él dentro del cubículo plástico y pestilente. Soltó el canto del cubo que tenía agarrado con la otra mano porque la contorsión, aparte de ser graciosa, le hubiera dislocado el hombro, que se quedó con el dolor. Se olvidó de la pelota y cerró los ojos. Gritó un “¡No!” que el eco repitió varias veces. Alex, aún con los párpados apretados, se vio inmerso en un mar de basura nauseabunda y asquerosa. Cuando, después de aterrizar sobre una mullida alfombra, ni el tacto de plástico pringoso ni el hedor le recibieron, abrió los ojos. El olor que su nariz detectaba se correspondía más con el grato aroma de los churros recién hechos. Abrió más los ojos y distinguió frente a él la parte trasera y baja del cuerpo de Mendrugo, que, frente a lo que parecía una gran tinaja de cobre sobre un cilindro, manipulaba unas varillas de madera en las que iba insertando los morenos frutos de agua y harina.
............—¿Tu no quiere decir que no te apetecen churros, Alex?
............El crío tardó unos segundos en recorrer los alrededores de su culo y en darse cuenta que otra vez las ranas, que se descojonaban de risa saltando sobre la alfombra, habían provocado su entrada en el mundo de Mendrugo. Aquéllas que le habían empujado por los pies, saltaron sobre la gran mesa de cocina y se aprestaron a degustar el desayuno de Mendrugo. Las más limpias, o las más bromistas, se anudaron al cuello trozos de servilletas de papel que habían destrozado en la toma de la mesa. Ante tal algarabía, Mendrugo aconsejó: “Mejor os calláis y os estáis quietecitas, que hay para todas y para todos. Pero con una condición, que cuando vosotras os hartéis os vayáis a dormir a vuestra puerta, y nos dejéis en paz”. El coro de ranas emitió un “croa-croa” que debió ser un sí, porque Mendrugo se dispuso a servir los churros, si bien, antes las advirtió: “Y cuidado no os queméis, que están recién hechos”.
............Alex no salía de su asombro, y eso que ya estaba acostumbrado a las travesuras y glotonería de las ranas multicolores y compañeras de piso de Mendrugo. “Les gustan mucho. Se vuelven locas cuando los hago. Bueno, no, porque ya lo están, pero ya ves como se ponen, Alex. Así da gusto cocinar. ¿Tú no quieres?”. “No”, contestó Alex todavía sentado en la alfombra, “voy a comer ahora”. “Tú mismo”, contestó el vejete. Y tras una breve pausa, añadió: “Yo es que no he madrugado mucho porque ayer, jugando con un diccionario al escondite, se perdió una palabra y no la encontrábamos. Y como era pequeñita, nos dio mucha guerra encontrarla”.
............—¿Qué palabra era?
............—Era y es. Paz. Y lo peor es que, una vez encontrada, y como es tan menuda, volvió a perderse. Y lo tuve que dejar, se nos cerraban los ojos a todos, no fuimos capaces de encontrarla otra vez.
............—Si quieres, yo puedo ayudarte. Cuando a mi madre se le cae algo al suelo y no lo encuentra, me llama. Yo siempre lo veo.
............—Pues esta vez no, pero te lo agradezco, y no quiero que Candela te riña por llegar tarde a comer.
............—¡Es verdad! Si yo tenía que estar ya en casa. Pero, la pelo…
............—La pelo, como tú dices la tienes detrás de ti. Y esta vez da las gracias a todas éstas, si no es por ellas aterrizas sobre un mar de mierda.
............—Gracias, chicas —dijo Alex que recogía su pelota
............Los glotones batracios no contestaron. No era el momento de perder bocado y, por otra parte, su educación no daba para tanto. Alex no lo tuvo en cuenta, ni se preocupó. Pero quien sí tenía la mosca tras de la oreja era el portero de la finca donde se ubicaba el bar. El pobre hombre, que no había visto las ranas, ni aunque las hubiera podido mirar, se acercó corriendo al cubo, evitó el árbol, la farola y la papelera y se asomó con la intención de rescatar al crío. «Mira que se lo he advertido. Lo mismo se ha roto el cuello el jodío muchacho». El portero no daba crédito a lo que veía, aunque mejor cuadra decir a lo que no veía, porque, a excepción de las bolsas de plástico negro no era capaz de distinguir más cuerpos dentro del cubo. Tardó en convencerse varios minutos de que dentro del contenedor no había cuerpo viviente alguno, salvo el de las hormigas que, durante parte de la noche y de la mañana, ya habían construido un camino y lo recorrían con su monótono ir y venir. No contó las veces que en la medio hora que le quedaba de turno asomó su cabeza dentro del cubo, cada vez con más disimulo y con menos preocupación. «Me lo habré imaginado». Mientras, Alex salía por la puerta elegida, una redonda y salpicada de caramelos chupados, imaginó por las ranas. Y tal como había pensado entró en el pequeño comedor de su casa. “¡Hola, mamá! ¿Qué hay de comer?".
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